EXPEDIENTE BÉLMEZ
PRIMEROS PÁRRAFOS
de Fernando Figueroa
SINOPSIS DE LA NOVELA: Mayo de 1984. En una casa baja del barrio de Entrevías se producen fenómenos extraños. El suicidio del dueño de la casa obliga a Tralla, un baterista de heavy metal y admirador de Aleister Crowley, a desentrañar el misterio que se oculta detrás. Guiado por la Providencia, reunirá a un grupo de valientes: un formalito, un tocapelotas, una virgen, una fresca y un mudo, que lo acompañarán en su odisea de ultratumba. Todos juntos, se enfrentarán al mal que anida en el interior de la tierra y que amenaza con dominar el mundo. A ritmo de sexo, drogas, rock y magiak, descubriremos los secretos ancestrales que las viejas leyendas de Vallecas esconden.
Cuando se venden melones, se suele dar a catar el producto. En el caso de los libros, no está de más dar de catar unas páginas para saber si su contenido va a ser del agrado de posible lector, que este aprecie si la lectura le va a dejar un buen sabor de boca o si va a resultar indigesto, para prevenir un mal rato. He ahí que le sirvo esta degustación de Expediente Bélmez, para que, cuando se pregunte si se lo va a llevar o no a casa, tenga mejores elementos de juicio.
Sin más retraso, leamos los primeros párrafos del primer capítulo.
MIÉRCOLES 16 DE MAYO
Los vio llegar a lomos de una hermosa yegua blanca,
cubiertos por la túnica blanca, por el turbante azul,
embozados con la capa roja, con la mirada verde,
a las puertas doradas del palacio de cristal,
sobre la ladera de los hombres sabios,
frente a la cueva de los malditos,
ante el pozo de los deseos.
Eran dos, eran uno, eran tres.
No temas, buscador.
El favor del Único está contigo,
el Elegido cabalgará a tu lado,
la mano de Fátima te guiará.
Dios protege a sus siervos.
Guárdate del necrófago
y de su amo.
֍ Α ۞ Ω ֍
Se arrimó sin ganas, con apuro. Fede no podía retrasar por más tiempo su encuentro con el Pegaso o pensaría que lo estaba toreando. Tenía que dar la cara y decirle...
—¿Qué pasa? ¿Llevas mucho esperando?
—Fumando espero al hombre que yo quiero. Dos cigarrillos. ¿Dónde lo tienes?
—¿El qué? —dijo Fede esquivando su mirada.
—¡Cómo que el qué! ¿No quedamos en que me traías hoy eso?
—Es que… Verás… —Por fin lo soltó—: Ahora no te lo puedo vender.
—No me jodas. ¿Me lo vas o no me lo vas a traer?
—Verás, ya no lo tengo. Puri necesitaba uno igual y…
—¿Quién es Puri?
—Una amiga.
—Un chocho querrás decir. —Como si no lo conociera.
—Es una amiga.
—¡La madre que te parió! ¡Con lo que me ha costado juntar la guita! ¡Todo por hacerte un favor! —El Pegaso echaba pestes, le clavó la mirada—. ¿Cuánto te ha pagado? —Fede se metió las manos en los bolsillos—. ¡No me jodas que se lo has regalado!
—Había sido su cumpleaños.
—¡Tú eres gilipollas, chaval! Vaya manera de hacer negocios. ¿No me dijiste que estabas muy necesitado, que querías comprarte un buga para currar, irte de fiesta, ligar, que si patatín patatán?
Fede sacó el genio, qué caray, ni que estuviera obligado:
—Era mío, ¿no? Pues yo hago lo que quiero con lo que es mío.
—¡Ja, ya está, solucionado! Menudo pringao. Sigue así y acabarás siendo un desgraciao. Esa te va a sacar los hígados como te descuides. ¿Qué crees, que te la vas a chiscar por regalarle un radiocasete? Ni que vivieras en un poblado indio. —Fede se mordía la lengua—. Seguro que ni te ha dado un piquito, John Travolta.
—Si fuera Travolta, no me haría falta hacer regalos.
—Eso seguro. —Tiró la colilla—. Ni un piquito te ha dado… ¡Hay que joderse!
—No me la guardes. —Pegaso se retorcía—. ¡Va! Te invito a un botijo. Es lo mínimo.
—No me hables.
—Pues no te hablo.
Estuvieron callados unos largos minutos, sentados en el murete, con los pies colgando, respirando como renacuajos. Fede le miraba de reojo. Pegaso le miraba de reojo. Fede se rascó la cara y empezó a reírse por dentro. «¡Ese Pegaso!». Cómo lo conocía, ahora le vería sonreír de soslayo y... se irritaría más aún.
—¿Te estás cachondeando de mí?
—Deberías darme las gracias.
—¿Por qué, coño!
—Te he obligado a ahorrar.
—¡Hombre, gracias por enseñarme a usar la hucha! Sin ti estaría perdido.
—Ahora tienes los bolsillos con tanta pasta que no sabes qué hacer con ella.
—¿Que no sé qué…? ¡No jodas que me vas a administrar tú los dineros?
—Cómprate una camiseta chula, que siempre vas con las que te trae tu hermano de la empresa.
—Me gusta el caballito.
—¿No te interesaría un televisor pequeño, de esos de campin?
—Paso de tus ventas. Ahora apechugas con lo tuyo y te lo comes solito. La de tornillos y arandelas que vas a tener que vender para comprarte una cama con ruedas, Travolta.
—¿Seguro que no te interesa? Se lo puedes revender a tus padres o se lo regalas. Sí, para cuando se vayan los domingos a comer al río.
—¡Ni de coña!
—Tú mismo. Era una buena oportunidad. Venga, vayamos a tomar algo. Yo te invito.
Pegaso estaba muy escocido. Si no se lo hubiera puesto todo tan bonito, si no le hubiera dicho que era un chollo, que si era made in Japan, con altavoces estéreo, doble pletina, grabadora…, si no le hubiera dicho tantas pamplinas poniéndole los dientes largos, ahora no tendría esas enormes ganas de morderle. Estuvo feo que Fede se aprovechase de que estaba harto de pedir prestado el walkman al asqueroso de su hermano para escuchar sus cintas o de coger por la noche la cascada radio de su madre para oír sus programas favoritos. ¡Qué rollo! Sin dinero no tienes cosas, pero tienes el dinero y no siempre te venden lo que quieres. ¡Bienvenido a la sociedad de consumo: abundancia pero de lo que los empresarios quieran y esté de moda! Además, no era la primera vez que Fede le fallaba. Hacía cuatro años pasó lo del Montoya y eso, eso fue muy gordo, y eso se lo perdonó, que eran colegas, y ¿para qué? Para que no le vendiese un radiocasete porque quería mojar. ¡Qué cabrón! Él quizás habría hecho lo mismo, pero quizás en orden inverso por lo de la ley conmutativa… Me das, yo te doy. ¡Qué cojones!, le pareció muy caro y, sin embargo, había hecho el esfuerzo de reunir todo el dinero tan solo por ayudarlo. Que se pueda hacer no significa que se deba hacer, que la amistad se pueda tirar por tierra por un polvo.
Entraron en el bar. Una bofetada a fritanga rebajó el mal rollo de sopetón. Pegaso tenía la sospecha de que los extractores se inventaron para robar a los locales su alma y Fede calculaba que más se ahorraba instalando uno nuevo que arreglando el viejo. Sin embargo, el bar de Pepe conservaba el encanto de la cutrez, libraba al personal de una vida anodina, sin sustancia, sin cariño. Aquella atmósfera seducía hasta el agobio, un agobio dulce y mortecino que había acompañado por largo tiempo muchas de sus regadas fantasías como para renegar de su rutinario abrigo con melindres de pijos y cabreos de niñatos. Que no hay tutía, pues no hay tutía. Así era el bar de Pepe: hay lo que hay y vivamos en paz; si no te gusta, vete a chupar a otro lado.
Se sentaron, acogidos por el pegajoso abrazo de las sillas, pidieron dos cervezas y el jefe se las llevó a la mesa junto a un platillo de cacahuetes. Se estaba de lujo. Las cáscaras de los cacahuetes sabían a calamares fritos. Daba gusto chupetearlas.
—¿Qué tal en la imprenta?
—Mejor que fuera de ella. Allí eres alguien. En la calle no eres más que un viandante y, en casa, simplemente uno más a la espera de dejar el nido.
—Te despertaste profundo.
—A ver. ¿Qué nos espera aquí, en este barrio de…?
—Después de la mili pienso irme de casa —dijo todo serio.
—No tienes para un coche, vas a tener para un piso en el quinto pino. ¡Qué ingenuo eres!
—Me iré de alquiler.
—Ah, bueno. Eso es otra cosa, claro. Otra cosa. No hay nada como ser pobre para tirar el dinero sin visión de futuro.
Un tipo entró en el bar nerviosito perdido, casi se traga la puerta. El dueño se asustó nada más lo vio. Era un cliente habitual, sí, pero al que el denso sudor acumulado sobre sus cejas y su mandíbula desencajada habían hecho irreconocible. Era un espanto verlo moverse sin centrar la mirada ni pisar con firmeza.
—Pepe, ponme un coñá —dijo sin apenas fuelle antes de acodarse en la barra—. ¡La que se ha liao!
—¿Qué ha pasado? —le dijo poniendo la copa—. Te veo muy mala cara.
—Tú, sirve. —Pepe abrió la botella —. De ese no. Del Soberano.
—¿Se te ha muerto alguien?
—Mi vecino... Pobre hombre.
—¿Quién? ¿El loco de la garrota?
—Se ha matado —contestó antes de cascarse el coñac de un solo trago—. Se ha matado hace un rato.
—¡No jodas!
—Se ha cortado el cuello con un trozo del espejo en su baño. La Dolores vio la puerta abierta de la casa y, con lo cotilla que es y como había estado haciendo obras en la casa, se metió a ver qué había hecho y fue cuando se lo encontró degollado como un cordero.
Pepe le sirvió otro coñac.
—¡Anda! Tómate otro.
—A la Dolores le dio tal jamacuco que se la han llevado para la casa de socorro.
Pegaso y Fede prestaban mucha atención. La historia se las traía. Les sonaba eso del loco de la garrota. Nunca lo habían visto, ¿o sí?, había varios viejos chochos por el estilo dando vueltas por el barrio. Mientras más señas daban, más concretaban. Recordaron que algo habían sentido contar acerca de un tío que la emprendía a garrotazos con los árboles del parque, que gritaba de repente cosas sin sentido por la calle y que se metía con la gente sin ton ni son, solo por tocar los cojones.
—A este le tengo visto —le dijo Fede al oído refiriéndose al rostro pálido—. Vive en Bélmez.
—Pues tengo curiosidad. —Le dio una palmada en el hombro—. Suelta los duros, que vamos a asomarnos. Igual hay suerte y salimos en la tele.
Hasta aquí esta muestra. Si se quiere saber cómo sigue y se transforma la historia en un viaje hacia el otro lado de la realidad tangible, tendrá que conseguirse el libro.
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