Los Smithson |
En junio de 2015 se publicó la primera edición de Mujeres-globo, mito o realidad. Desde entonces ha llovido lo suyo y lo que debía de haber llovido y no llovió. Como pasa con todo lo que se hace viejo, conviene darle un repasito para ponerlo al día. Así que se ha procedido a revisar y corregir su contenido —básicamente, leísmos y gerundios innecesarios, seamos sinceros—. Con ello, se reedita en 2024 este título mítico del género balonmaniaco o pompinófilo. Ese área de la fantasía criptozoológica a la que pocos han tenido acceso por temor a quedar enganchados de por vida a su ventolera.
A modo de muestra, regalo la lectura de otra de las treintaidós historias que componen el libro. Una tercera entrega para amenizar la canícula veraniega, después de Los cuentos de Allison Parker y La ballooin de Irlanda.
Un saludo y que disfruten de la lectura.
A LA CAZA DE SU FORTUNA
de Fernando Figueroa
William y Sonya Smithson decidieron aventurarse en lo que consideraron el negocio de su vida, al reclamo de un anuncio publicado por el Ohio Chronicle. En él se ofrecía una sustanciosa recompensa de 5000 dólares por capturar viva una pareja de balloon-girls y la entregase en el parque zoológico de Chicago. Deseosos de dar un giro a su vida, dejaron su hogar y se desplazaron en carro recorriendo más de doscientas millas hasta entrar en los bosques de Pennsylvania, para luego después alcanzar en su infructuosa búsqueda los bosques de Maryland y bordear la costa atlántica.
William había sido un suboficial de artillería de la Unión. Licenciado tras el fin de la guerra, tenía serias dificultades para integrarse en la vida civil. Ella había perdido a un hijo varón en el frente y a una niña más pequeña a causa de una disentería. Tras el retorno de su marido, hizo todo lo posible para que no se sintiese fuera de ese nuevo mundo que precisamente había ayudado a construir con su sacrificio mientras, desgajado por dentro, este se mortificaba por no tener a su lado, en el cobijo del hogar, lo más querido para un padre.
Faltos de recursos, habían estado viviendo de lo que daba un pequeño huerto y de una exigua pensión. Cuando Sonya cayó enferma, los costes médicos les pusieron al borde de la inanición. William se sumía en una atroz angustia. Una semana después, por fortuna, Sonya empezaba a recuperarse y William recobraba el aliento al leer ese anuncio que le ofrecía la posibilidad de ocuparse en algo para lo que se creía de sobra capacitado. Cambiarían por fin su suerte. Lo vendieron todo y compraron un desvencijado carromato con una vieja mula torda, una caja de provisiones, un rifle Henry, cuarenta cartuchos, redes y cepos.
Ahora contemplaban la costa oceánica, de nuevo sin nada que llevarse a la boca y acarreando meses de penalidades. Comprendieron lo fútil de la idea de esforzarse cuando no se obtiene ninguna recompensa e, impulsados por la desesperación, decidieron poner fin a sus vidas. William cargó su rifle con sus dos últimas balas y acordaron que ella sería la primera en caer y él, el segundo. William apuntó a Sonya que lo miraba con ojos tristes recordando el parecido de su difunto hijo con su padre. William a su vez miraba el semblante apagado de Sonya y añoraba la sonrisa de su pequeña hija. Así estuvieron unos segundos hasta que un ligero globito plateado descendió del cielo y se interpuso entre sus dos cabezas. Sobre el globito había un cuerpo chiquito con dos brazos cruzados y una cabeza mofletuda que les ojeaba con acusado enfado y malestar.
William y Sonya se quedaron inmóviles, como si estuvieran sumergidos en arenas movedizas, sin saber qué hacer ni qué decir, haciéndoles los ojos chiribitas, pendientes de lo que ese rostro ceñudo les quisiese comunicar. Entonces, tras pegar un agudo chillido y ponerse en jarras, ese ser habló, se dirigió a ellos por su nombre de pila en un tono severo y maternal: ¡Will!, ¡Sonya!, ¿os parece bonito? Ahora mismo os dejáis de tontunas y cogéis con brío la red que lleváis en el carro. Tiradla cuando baje la marea al borde de esas rocas que se ven ahí, junto a ese tronco caído, y estirad de ella sin pestañear siquiera. ¡Estamos? Nada más decir la última frase, se alzó hacia lo alto del cielo y se dejó empujar por la brisa en dirección a las montañas.
William y Sonya bajaron los ojos, abochornados, y se miraron entre sí atónitos por lo sucedido. Como anochecía, esperaron acurrucados en la caravana al relente del mar, acumulando fuerzas para cumplir con el mandato. Con los primeros rayos del alba y la marea baja, sacaron la red y la echaron en el punto exacto donde la balloon-girl les había indicado que la tirasen. Juntos, fueron estirando de ella, con esfuerzo, pues estaba enganchada a algo de gran volumen. Un pesado bulto surgía de las aguas, arrancado de sus removidas profundidades. Tras una serie de fatigosas brazadas, Sonya se fijó en que se asemejaba a un cajón de madera. William al ver más claro que era un baúl, tiró con más bravura, hasta que por fin estuvo lo bastante cerca como para alzarlo sobre la roca. Costó horrores auparlo.
Tenía un tamaño aproximado de cuatro palmos de largo por dos de ancho, más tres de alto. Su cerradura tenía un candado bastante corroído por el agua salada del mar. Nada tenía escrito en su exterior, salvo unos signos fundidos en el metal de la arqueta que apenas se dejaban ver entre las algas y las lapas. William dio con la culata del Henry tres golpes contra el candado, el metal cedió fácilmente. Dejó el arma en el suelo y sacudió a patadas la tapa con el fin de desencajarla. Al levantarla descubrió un tesoro fantástico, compuesto por talegas de cuero con monedas de oro, perlas y piedras preciosas, además de cuarenta lingotes de plata y joyas.
Entonces descendió del cielo la balloon-girl y agarró del interior del baúl un anillo de oro con una reluciente esmeralda, farfulló unas incomprensibles palabras y se marchó de allí tan pancha, canturreando una animosa canción ante la atónita mirada de los Smithson. Estaba claro que les había usado para sacar aquel tesoro del agua, aunque se limitase luego a tomar solo su parte, su parte proporcional de aquel pastel. Seguramente, había en esas costas más tesoros, pero ellos también tenían bastante, tenían de sobra. Habían recibido una parte más que justa en compensación a todo su esfuerzo, así que decidieron, impulsados por la esperanza, que era hora de compensar sus desvelos, de que otros tampoco siguiesen sufriendo en balde haciendo que la vida acumulase con ellos una impagable deuda.
Lo empaquetaron todo y regresaron a Columbus, donde compraron de nuevo su casa, más una finca de treinta acres. Missus Smithson fundó un hospicio para niñas huérfanas y un albergue con su comedor para indigentes, mientras que míster Smithson se dedicó al negocio de la fabricación y exportación de material pirotécnico. Su especialidad eran las ruedas de fuego, las luminarias rojas, blancas y azules, las palmeras verdes, los anillos dorados y sus impresionantes cebollitas chillonas.
Este pequeño relato es uno de los que componen el libro Mujeres-globo: mito o realidad. La balloonmanía del siglo XIX en los Estados Unidos de América. Una muestra para amenizar el veraneo con americanos sueños de riqueza.
Para adquirir el libro, podéis pinchar aquí:
Mujeres-globo: mito o realidad
La imagen es una atribución ficticia (atribución original: Artillery Private and Wife, J. S. Young, Washington, 1864-66, Library of Congress), como también es ficción el hecho narrado.