sábado, 20 de julio de 2024

LA BALLOOIN DE IRLANDA

Sinéad O'Shea

 

En junio de 2015 se publicó la primera edición de Mujeres-globo, mito o realidad. Desde entonces ha llovido lo suyo y lo que debía de haber llovido y no llovió. Como pasa con todo lo que se hace viejo, conviene darle un repasito para ponerlo al día. Así que se ha procedido a revisar y corregir su contenido —básicamente, leísmos y gerundios innecesarios, seamos sinceros—. Con ello, se reedita en 2024 este título mítico del género balonmaniaco o pompinófilo. Ese área de la fantasía criptozoológica a la que pocos han tenido acceso por temor a quedar enganchados de por vida a su ventolera.

A modo de muestra, regalo la lectura de otra de las treintaidós historias que componen el libro. Tras Los cuentos de Allison Parker, ahora llega esta segunda entrega para amenizar la canícula veraniega. 

Un saludo y que disfruten de la lectura.



LA BALLOOIN DE IRLANDA

de Fernando Figueroa



La balloonmanía tuvo el efecto pernicioso de convertir la admiración por estos seres en un lucrativo negocio. La posesión y exhibición de un ejemplar de balloon-girl se convirtió en una moda cara, al alcance de muy pocos. Ingentes cantidades de dinero se movieron en el comercio de estos singulares animales, para deleite de inconscientes amantes de la naturaleza y cultivo de la suntuosidad de coleccionistas narcisistas, sin reparar en el estrago que suponía para la integridad de la Naturaleza este expolio de vida.

El capitán mercante Sean O’Shea hacía la ruta Dublín-Nueva York. En uno de sus habituales viajes, transportaba para un comerciante de Harlem una mercancía muy especial, guardada en una jaula, recubierta por una lona llena de agujeros y en la que tenían prohibido introducir cualquier otro alimento que no fuera agua con azúcar. Evidentemente, llevaban a bordo algo vivo, un animal silvestre, tan pequeño como una comadreja y tan ligero como un colibrí, que, por lo visto, podía pasar un largo período de tiempo sin ingerir nada sólido.

Llegaron a puerto y, al pasar la aduana, los funcionarios no daban crédito. ¡Era ridículo! Hubo uno que se lo tomó como se toma una broma de mal gusto, y empezó a regañar a sus compañeros y al propio capitán O’Shea por prestarse al juego. Otros dieron fe de que, pese a su quietud, era un ser vivo que reaccionaba a lo que pasaba a su alrededor moviendo los ojos y negaban absolutamente que se tratase de una broma, aun cuando había un irlandés de por medio. Sin embargo, cubrieron de nuevo la jaula, denegaron su desembarco y comunicaron al comerciante norteamericano que la esperaba recibir que no había nada que hacer, que esa mercancía no entraba en el país y se volvía de inmediato al otro extremo del Atlántico. Ni siquiera contemplaron la idea de tenerlo en cuarentena. Para ellos este asunto era ya un papel bien matasellado que ni un buen fajo de dólares podía traspapelar. La negativa a que entrase en los Estados Unidos era tan taxativa que los marineros retornaron la jaula a las bodegas del barco. Así que, finalmente, el capitán O’Shea lo tuvo que traer de vuelta a Irlanda.

A su regreso, el proveedor tampoco quiso saber nada del asunto. Extrañamente, se desentendía totalmente. Devolvía las cartas, su secretaria esquivaba concertar una cita y sólo dejó de estar ausente de su oficina el día que esta cerró. De inmediato, el capitán O’Shea se olió que detrás de ese asunto había algo muy turbio para que alguien renunciase a algo que valía, según los albaranes, 2500 dólares. No insistió y optó por quedarse con el animalillo con todas las de la ley y sin airear más el tema en público.

El día que tomó aquella decisión, el capitán O’Shea sacó la mercancía del barco y se la llevó a su casa, donde vivía con su señora, Fiona, y una hija, Sinéad. No quiso que ninguna de ellas supiera qué cargaba y metió la jaula inmediatamente en un cobertizo de madera que tenían en el patio, antes de presentarse por la puerta con el petate a cuestas y echando humo por su pipa de caoba.

Mientras comía con ellas, no dejaba de pensar en la jaula, en destaparla y volver a ver a ese curioso animal sin las prisas de la aduana o el atropello de la descarga. Un par de veces en el buque se acercó a verlo, preocupado por su ajado estado. No parecía muy sociable, aunque en absoluto se lo podría calificar de animal salvaje, pues era de temperamento apacible. Para él, era como un periquito, aunque más orondo y expresivo, sin pico, con menos plumaje y ninguna pulsión canora.

Acabado el postre y con el pretexto de fumar encarado al sol de junio, el capitán salió del salón y marchó fuera, con tanto disimulo que llamó la atención de Sinéad, que no pudo evitar espiarlo. Su padre pasito a pasito se iba arrimando al cobertizo, pipa en mano, mientras parecía oler las flores de los maceteros de Fiona. En el momento en que sacudía su pipa contra la pared de ladrillo, abrió raudo la puerta y se sumergió en su interior en un suspiro, dando un ligero portazo. Visto lo visto, Sinéad se abalanzó desde la puerta de casa hasta la puerta del cobertizo con la actitud de una cazadora furtiva. Intrigada hasta caérsele los ojos, se quedó afuera husmeando qué diantres tendría escondido allí su padre. Incapaz de ver nada por la ventana cerrada o por un alto ventanuco, se dejó atraer por el magnético hueco de la cerradura de la puerta. Este, en su pequeñez, le permitía a duras penas observar que un enorme bulto ocupaba el tablero de la mesa donde aquel lobo de mar en tierra firme se entretenía de vez en cuando con labores de bricolaje, marquetería o simplemente metiendo barcos en botellas de cristal. Poco más pudo atisbar, pues el cuerpo de su padre se interpuso como un poderoso escollo. Nada más le sintió venirse hacia la puerta, se quitó de en medio y corrió a esconderse, permaneciendo agazapada al otro lado de la caseta.

Una vez se aseguró de que su padre había entrado de nuevo en la casa y de que estaba sola, trató inútilmente de abrir el picaporte porque este había echado la llave al salir. Estamos buenos, se dijo Sinéad, aguzando el ingenio frente a la adversidad. Porque Sinéad, en todo lo que se refería a ingeniárselas, era todo un as, y así fue que pronto encontró la solución mientras se rascaba la cabeza. Cogió una de sus horquillas y la dio forma, luego la introdujo por la cerradura y, tras unos golpes de muñeca, giró el pestillo. La puerta quedó abierta dejando escapar un fuerte olor a serrín y cola.

Sinéad entró y cerró con mucho cuidado para que no la descubrieran. Ansiosa por ver qué había tras la loneta que cubría aquel paquete, se arrimó y oteó un poco por los oscuros agujeros hasta que un rumor la detuvo. Sintió que dentro se producía algo parecido a un revoloteo apagado, sin brillo. Cogió el bajo de la lona y lo alzó despacito. Era una jaula lo que se ocultaba debajo y dentro no se veía nada. Posiblemente tenía que alzar más la tela para alcanzar a ver con claridad lo que contenía, y así lo hizo con la mano temblando y conteniendo la respiración. Entonces sus ojos se abrieron como dos lunas llenas y su boca adoptó la forma de la cueva de Dunmore, y escapó de sus cavernosas profundidades un espléndido y rotundo uoooooooh!!

Frente a esa maravilla, Sinéad recordó de repente uno de los cuentos que le contaba su abuela Caitlín antes de dormir. Era la historia de Las ballooins de Ormond. Según relataba esta, la joven princesa Fionnona brindó en su boda con una copa de vino en la que había caído una mosca, la cual no había caído por casualidad, sino que había sido lanzada dentro por la diosa Morrigane como castigo por no haber sido invitada a las nupcias, a pesar de ser la madrina de su padre, el rey de Ormond. La joven tosió y tosió repetidas veces, intentando echar a la mosca fuera de su cuerpo, y ni vomitando conseguía sacarla, hasta que tras una hora de angustia le sobrevino un profundo sueño. El sueño duró años y años sin que nadie fuese capaz de despertarla, mientras su padre y su esposo se resignaban a verla dormir y marchitarse entre lágrimas.

Durante el sueño, Fionnona soñó que el dios Lugh se le aparecía con aire gallardo y le ordenaba que lo acompañase junto a otras cincuenta doncellas durmientes, víctimas de la maldad de Morrigane, al monte Corrán Tuathail. Una vez hizo eso y se reunió con ellas, Lugh la convirtió en un cisne y al resto en gansos, y ordenó de nuevo que lo siguieran. Volaron y volaron más allá de las luces del norte, acompañándolo hasta un lago encantado de aguas irisadas en una isla al otro lado del mar de hielo. Fionnona pasaba el eterno día y la eterna noche añorando su tierra y deseaba descubrir imperiosamente la manera de regresar con su padre y su esposo. Por ello, hacía continuas demandas al dios con la esperanza de que a ella y a las demás les permitiese regresar a sus hogares. Lugh era inflexible y se empeñaba en que debían permanecer allí para estar a salvo de la furia de Morrigane, pues gracias a él habían escapado de su maldad, pero no se habían librado de su embrujo, ya que sus cuerpos seguían estando profundamente dormidos.

A pesar de estar en deuda, Fionnona logró convencer a sus compañeras para partir de allí y regresar a la verde Irlanda. A la primera oportunidad que se les brindó, escaparon volando y, tras superar mil peligros, cada una logró llegar hasta donde estaba su cuerpo durmiente. Todas se asustaron tanto de verse dormidas y avejentadas que perdieron la voz y se les fueron cayendo las plumas una a una por el disgusto, incapaces de retornar a sus cuerpos. Permanecieron así por los siglos de los siglos, vagando por los valles y los montes irlandeses. Su abuela también le contaba que, por el mes de agosto, salían a campo abierto para contemplar las lágrimas de san Lorenzo, que creían que eran las voces que perdieron y que les bastaría con cazar con sus bocas una sola de ellas al vuelo para poder volver a hablar.

Sinéad tenía ahora a una de ellas allí enfrente, triste, cabizbaja, tan mudita que su corazón latía dentro de sus oídos, e incapaz de dirigirle ninguna otra expresión que no fuera una mirada asustadiza y apocada entre las sombras de ese triste cobertizo. Tan sorprendida y aturdida estaba la niña mirando la indefensión en persona que, hasta que no oyó la ronca tos de su padre sobre su cogote, no se dio cuenta de que el capitán O'Shea estaba a su espalda, con la cabeza estirada, el gesto adusto y sujetando firme un plato con leche y miel.

Pese a su expresión, el capitán O’Shea no estaba molesto en absoluto con la travesura de su hija, más bien le agradó que su hija estuviese fascinada por aquella pobre criatura. La conocía como la palma de su mano y sabía que en sus ausencias cuidaría bien de ella, puesto que la bondad de Sinéad superaba en mucho a su arrojo. Así que Sinéad acabó teniendo el regalo más caro y maravilloso que pudiese haber soñado en toda su vida una jovencita irlandesa.

Lástima que se le escapase llegado agosto, pero reconoció a su madre que se apiadó de la ballooin, que fue ella misma quien dejó abierta la puerta de la jaula, que no fue un descuido, pues era incapaz de retenerla por más tiempo presa cuando sabía que estaba en su naturaleza querer revolotear y cantar entre las estrellas.



Este pequeño relato es uno de los que componen el libro Mujeres-globo: mito o realidad. Una muestra para amenizar el veraneo con salinos aires irlandeses.



Para adquirir el libro, podéis pinchar aquí:

Mujeres-globo: mito o realidad

La imagen es una atribución ficticia, fotomontada (atribución original: Muchacha sujetando un globo de hidrógeno, anónimo, c. 1890, Library of Congress), como también es ficción el hecho narrado.



2 comentarios:

  1. ¡Hola, Fernando! Un precioso cuento dentro de un cuento. Esa historia de Fionnona es de esas que uno escucharía embobado a la luz de una hoguera cualquier noche de verano.
    Te mando un fuerte abrazo junto a mis deseos de que disfrutes de un agosto fantástico.

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    1. Gracias, David. Igualmente. Que la canícula nos sea leve y gocemos de los verdes prados y la brisa marina, aunque sea desde la fantasía. Abrazo.

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