SINOPSIS: ¿Cuántas veces te ha apetecido zamparte un rico y, por no saber cocinarlo, te has privado del capricho? Ahora tienes la ocasión de aprender a prepararlo como un profesional y quedar como un señor ante tus amigos. Fue Adolphe Thiers quien derribó definitivamente los tabúes alimentarios cuando parafraseó a Jean-Jacques Rousseau diciendo aquello de «quand le peuple n'aura plus rien à manger, il mangerale riche». Sea o no sea lo uno o lo otro una atribución real, una fantasía apócrifa, se dijo una gran verdad: los ricos están bien ricos, de toma pan y moja y échate una buena siesta. Siglos de selección y buena crianza los han convertido en una auténtica delicia al alcance de muy pocos y una tentación en tiempos de necesidad que reclama la colectivización de su disfrute. Un recetario con cuarenta recetas de ayer y de hoy que sacudieron el mundo. Un viaje a la gastronomía oculta. ¡Plutófagos del mundo, uníos!
Mientras andaba enfrascado en la redacción de un nuevo título de la serie «Historias vallecanas», me surgió la necesidad de tomarme un paréntesis. Ya sabéis, te encallas y, aunque la novela parezca rular y contar con un cierre convincente, tira de la sisa en algunos capítulos y no acaba de cuajar. Así que es hora de un reposo, un reposo activo y distractorio.
En ese trance, como bajas la guardia, te asalta una idea, una buena idea. Normal, la cabeza no para y, predispuesto como estás a surcar nuevos mares creativos, te viene una de esas inspiraciones ocasionales que se te clavan en la sesera pidiendo salir a golpes de martillo. En cierto modo, este libro es un hefesto secundario de otro proyecto que en paralelo tengo entre manos pero en el campo del ensayo académico, faceta literaria que mantengo al margen de este blog. Imbuido por el análisis de la evolución de distintas ideologías en el marco universitario, los avatares políticos españoles y europeos del último siglo y viendo lo que se está cociendo en todo el planeta con el aumento de la desigualdad y la pobreza, esta obra parecía, más que oportuna, obligada, y más que un acto de rebeldía un acto de desahogo de las tensiones vivenciales con visos de divertimento intelectual.
Hoy en día, el lema «cómete a los ricos» ha adquirido una relevancia exagerada. Es una frase muy potente con un peso específico que va más allá de la gracieta. Seguramente, tiene ahora la misma potencia, o casi casi la misma, que cuando se pronunció en el siglo XIX. Volvemos a escenarios tan espeluznantemente parecidos a la Inglaterra de Dickens, la Francia de Voltaire o la España de Galdós o Valle-Inclán que se te pone la piel tan de gallina que te dan ganas de bañarte con agua caliente para hacer caldo. Así que... ¡Qué mejor que darle cancha a la expresión a ver qué juego literario da de sí desde la sátira, esa salsa de los ofendidos que no aceptan pasar por tontos ante sus opresores!
Este recetario satírico—coherente con el carácter simbólico del lema, aunque suene literalista por eso de las recetas— se compone de un texto introductorio y cuarenta recetas, entre entrantes, primeros platos, segundos y postres, con los que recorremos la historia de las revoluciones progresistas: antifeudales, liberales, republicanas, socialistas, comunistas o anarquistas. Partiendo del ensayo-ficción, toco ahora el recetario-ficción, salpimentado con toda clase de tópicos y puyas, en el que retrato con ironía nuestra sociedad, planteo la reescritura de la historia (destapo el esperpento de la realidad) o resalto la comicidad del absurdo existencial. Personalmente, ha sido un recordatorio de mis años de carrera, cuando estudiaba Geografía e Historia, y en concreto del disfrute de leer libros como Uñas azules, jacques o ciompi, de Mollat y Wolff, o asistir a las clases de Medieval, Moderna y Contemporánea donde se hablaba en profundidad de esas conmociones sociales encabezadas en el cartel por la Revolución francesa o la Revolución rusa como hitos protagónicos y exponentes máximos del fin de un tiempo y el comienzo de otro.
Primera página del menú
Los que me conocen saben que hasta para escribir la lista de la compra me documento, así que alrededor de este proyectillo no ha faltado rebuscar materiales para darle a la fantasía un cuerpo sólido en pos de la verosimilitud de lo imaginado o recreado. No ya en lo histórico, sino en lo que atañe a la vertiente gastronómica, que es el 55 % de este proyecto. Así que entre los programas de Arguiñano, los libros de recetas o los tutoriales caseros, me he puesto las pilas en la historia, la teoría y la práctica pucheril para saber como describir unos platos de ricos muy ricos que sean creíbles e increíbles y que te hagan la boca agua. Se ha evitado el anacronismo en lo posible, pues algunos ingredientes tienen fecha de nacimiento aparte de la de vencimiento; y se rescatan algunas personalidades relevantes de la historia de las cocinas, mezcladas con personajes ficcionados o de ficción, como es de rigor en este género satírico. También, se advierte, para los alérgicos, los alérgenos plutogástricos que tiene cada plato, no sea que tengamos un susto cuando más feliz se tiene que estar, que es en la hora de comer.
Espero que nadie malinterprete mi libro como una apología del canibalismo, nada más lejos de mi intención. La antropofagia debe permanecer en un plano símbolo palpable, no como una realidad masticable. Tampoco ha de verse como una apología de la caza o la domesticación del rico más allá de la ley, pero sí como un tirón de orejas a lo Jonathan Swift contra su obscena ansia de acaparamiento a saco y su falta de escrúpulos éticos para llevar el ascua a su sardina por su santo morro o sus gordos talones. Los artistas no podemos, aunque sea por mera sensibilidad pasar del dolor o el horror que nos rodea, tenemos de algún modo que hacerlo nuestro para, por lo menos, reírnos de ello y paliar la agonía. El humor absurdo es un aplacador efectivo del pánico que suscita el sinsentido de este mundo loco donde la maldad se alía con la mediocridad y la crueldad. Por lo demás, ni vence ni ataja, solo insufla esperanza o inspira ponerse a buscar soluciones.
Primera página de la introducción
Finalmente, indicaré que ha sido un libro rapidito, un «aquí te pillo, aquí te escribo». Entre la concepción, la redacción, la corrección y la maquetación, habrá sido un mes de trabajo. Si lo llego a hacer de fast food, lo hubiese completado en diez días, pero se trata de recetas de primera categoría, algunas bastante complejas de elaborar (sí, están verificadas y catadas, que lo suyo es hablar con conocimiento de causa). Aun así, tenéis a vuestro alcance un libro rotundo, de premio, imperecedero, heredable.
Como pasa con la cocina, son los escritores entrenados los que te pueden preparar un libro sabroso, fácil de masticar, tragar y digerir con altos aportes nutritivos en un tiempo razonable. No lo intenten en casa si no cuentan con conocimiento y experiencia, ni ponerse a juntar letras ni ponerse a mezclar ingredientes. No todo el mundo vale para escribir de ricos ni para cocinarlos.
Que les aproveche la lectura y la comida, que todo ello engorda al ser humano. ¡Buen apetito!
En junio de 2015 se publicó la primera edición de Mujeres-globo, mito o realidad. Desde entonces ha llovido lo suyo y lo que debía de haber llovido y no llovió. Como pasa con todo lo que se hace viejo, conviene darle un repasito para ponerlo al día. Así que se ha procedido a revisar y corregir su contenido —básicamente, leísmos y gerundios innecesarios, seamos sinceros—. Con ello, se reedita en 2024 este título mítico del género balonmaniaco o pompinófilo. Ese área de la fantasía criptozoológica a la que pocos han tenido acceso por temor a quedar enganchados de por vida a su ventolera.
A modo de muestra, regalo la lectura de otra de las treintaidós historias que componen el libro. Una tercera entrega para amenizar la canícula veraniega, después de Los cuentos de Allison Parker y La ballooin de Irlanda.
Un saludo y que disfruten de la lectura.
A LA CAZA DE SU FORTUNA
de Fernando Figueroa
William
y Sonya Smithson decidieron aventurarse en lo que consideraron el
negocio de su vida, al reclamo de un anuncio publicado por el Ohio
Chronicle.
En él se ofrecía una sustanciosa recompensa de 5000 dólares por
capturar viva una pareja de balloon-girls
y la entregase en el parque zoológico de Chicago. Deseosos de dar un
giro a su vida, dejaron su hogar y se desplazaron en carro
recorriendo más de doscientas millas hasta entrar en los bosques de
Pennsylvania, para luego después alcanzar en su infructuosa búsqueda
los bosques de Maryland y bordear la costa atlántica.
William
había
sido
un suboficial de artillería de la Unión. Licenciado tras el fin de
la guerra, tenía serias dificultades para integrarse en la vida
civil. Ella había perdido a un hijo varón en el frente y a una niña
más pequeña a causa de una disentería. Tras el retorno de su
marido, hizo todo lo posible para que no se sintiese fuera de ese
nuevo mundo que precisamente había ayudado a construir con su
sacrificiomientras,
desgajado por dentro, este se mortificaba por no tener a su lado, en
el cobijo del hogar, lo más querido para un padre.
Faltos
de recursos, habían
estado viviendo
de lo que daba un pequeño huerto y de una exigua pensión. Cuando
Sonya cayó enferma, los costes médicos les pusieron al borde de la
inanición. William se sumía en una atroz angustia. Una semana
después, por fortuna, Sonya empezaba a recuperarse y William
recobraba el aliento al leer ese
anuncio que le ofrecía la posibilidad de ocuparse en algo para lo
que se creía de sobra capacitado. Cambiarían por fin su suerte. Lo
vendieron todo y compraron un desvencijado carromato con una vieja
mula torda, una caja de provisiones, un rifle Henry, cuarentacartuchos,
redes y cepos.
Ahora
contemplaban la costa oceánica, de nuevo sin nada que llevarse a la
boca y acarreando meses de penalidades. Comprendieron lo fútil de la
idea de esforzarse cuando no se obtiene ninguna recompensa e,
impulsados por la desesperación, decidieron poner fin a sus vidas.
William cargó su rifle con sus dos últimas balas y acordaron que
ella sería la primera en caer y él, el segundo. William apuntó a
Sonya que lo miraba con ojos tristes recordando el parecido de su
difunto hijo con su padre. William a su vez miraba el semblante
apagado de Sonya y añoraba la sonrisa de su pequeña hija. Así
estuvieron unos segundos hasta que un ligero globito plateado
descendió del cielo y se interpuso entre sus dos cabezas. Sobre el
globito había un cuerpo chiquito con dos brazos cruzados y una
cabeza mofletuda que les ojeaba con acusado enfado y malestar.
William
y Sonya se quedaron inmóviles, como si estuvieran sumergidos en
arenas movedizas, sin saber qué hacer ni qué decir, haciéndoles
los ojos chiribitas, pendientes de lo que ese rostro ceñudo les
quisiese comunicar. Entonces, tras pegar un agudo chillido y ponerse
en jarras, ese ser habló, se dirigió a ellos por su nombre de pila
en un tono severo y maternal: ¡Will!,
¡Sonya!, ¿os parece bonito? Ahora mismo os dejáis de tontunas y
cogéis con brío
la red que lleváis en el carro. Tiradla cuando baje la marea al
borde de esas rocas que se ven ahí, junto a ese tronco caído, y
estirad de ella sin pestañear siquiera. ¡Estamos?
Nada más decir la última frase, se alzó hacia lo alto del cielo y
se dejó empujar por la brisa en dirección a las montañas.
William
y Sonya bajaron los ojos, abochornados, y se miraron entre sí
atónitos por lo sucedido. Como anochecía, esperaron acurrucados en
la caravana al relente del mar, acumulando fuerzas para cumplir con
el mandato. Con los primeros rayos del alba y la marea baja, sacaron
la red y la echaron en el punto exacto donde la balloon-girl
les había indicado que la tirasen. Juntos, fueron estirando de ella,
con esfuerzo, pues estaba enganchada a algo de gran volumen. Un
pesado bulto surgía de las aguas, arrancado de sus removidas
profundidades. Tras una serie de fatigosas brazadas, Sonya se fijó
en que se asemejaba a un cajón de madera. William al ver más claro
que era un baúl, tiró con más bravura, hasta que por fin estuvo lo
bastante cerca como para alzarlo sobre la roca. Costó horrores
auparlo.
Tenía
un tamaño aproximado de cuatro palmos de largo por dos de ancho, más
tres de alto. Su cerradura tenía un candado bastante corroído por
el agua salada del mar. Nada tenía escrito en su exterior, salvo
unos signos fundidos en el metal de la arqueta que apenas se dejaban
ver entre las algas y las lapas. William dio con la culata del Henry
tres golpes contra el candado, el metal cedió fácilmente. Dejó el
arma en el suelo y sacudió a patadas la tapa con el fin de
desencajarla. Al levantarla descubrió un tesoro fantástico,
compuesto por talegas de cuero con monedas de oro, perlas y piedras
preciosas, además de cuarenta lingotes de plata y joyas.
Entonces
descendió del cielo la balloon-girl
y agarró del interior del baúl un anillo de oro con una reluciente
esmeralda, farfulló unas incomprensibles palabras y se marchó de
allí tan pancha, canturreando una animosa canción ante la atónita
mirada de los Smithson. Estaba claro que les había usado para sacar
aquel tesoro del agua, aunque
se limitase luego a tomar solo su parte, su parte proporcional de
aquel pastel. Seguramente, había en esas costas más tesoros, pero
ellos también tenían bastante, tenían de sobra. Habían recibido
una parte más que justa en compensación a todo su esfuerzo, así
que decidieron, impulsados por la esperanza, que era hora de
compensar sus desvelos, de que otros tampoco siguiesen sufriendo en
balde haciendo que la vida acumulase con ellos una impagable deuda.
Lo
empaquetaron todo y regresaron a Columbus, donde compraron de nuevo
su casa, más una finca de treinta
acres. Missus
Smithson fundó un hospicio para niñas huérfanas y un albergue con
su comedor para indigentes, mientras que míster
Smithson se dedicó al negocio de la fabricación y exportación de
material pirotécnico. Su especialidad eran las ruedas de fuego, las
luminarias rojas, blancas y azules, las palmeras verdes, los anillos
dorados y sus impresionantes cebollitas chillonas.
La imagen es una atribución ficticia (atribución original: Artillery Private and Wife, J. S. Young, Washington, 1864-66, Library of Congress), como también es ficción el hecho narrado.
En junio de 2015 se publicó la primera edición de Mujeres-globo, mito o realidad. Desde entonces ha llovido lo suyo y lo que debía de haber llovido y no llovió. Como pasa con todo lo que se hace viejo, conviene darle un repasito para ponerlo al día. Así que se ha procedido a revisar y corregir su contenido —básicamente, leísmos y gerundios innecesarios, seamos sinceros—. Con ello, se reedita en 2024 este título mítico del género balonmaniaco o pompinófilo. Ese área de la fantasía criptozoológica a la que pocos han tenido acceso por temor a quedar enganchados de por vida a su ventolera.
A modo de muestra, regalo la lectura de otra de las treintaidós historias que componen el libro. Tras Los cuentos de Allison Parker, ahora llega esta segunda entrega para amenizar la canícula veraniega.
Un saludo y que disfruten de la lectura.
LA BALLOOIN DE IRLANDA
de Fernando Figueroa
La
balloonmanía tuvo el efecto pernicioso de convertir la admiración
por estos seres en un lucrativo negocio. La posesión y exhibición
de un ejemplar de balloon-girl
se convirtió en una moda cara, al alcance de muy pocos. Ingentes
cantidades de dinero se movieron en el comercio de estos singulares
animales, para deleite de inconscientes amantes de la naturaleza y
cultivo de la suntuosidad de coleccionistas narcisistas, sin reparar
en el estrago que suponía para la integridad de la Naturaleza este
expolio de vida.
El
capitán mercante Sean O’Shea hacía la ruta Dublín-Nueva York. En
uno de sus habituales viajes, transportaba para un comerciante de
Harlem una mercancía muy especial, guardada en una jaula, recubierta
por una lona llena de agujeros y en la que tenían prohibido
introducir cualquier otro alimento que no fuera agua con azúcar.
Evidentemente, llevaban a bordo algo vivo, un animal silvestre, tan
pequeño como una comadreja y tan ligero como un colibrí, que, por lo visto, podía
pasar un largo período de tiempo sin ingerir nada sólido.
Llegaron a puerto y, al pasar la aduana, los funcionarios no daban crédito. ¡Era ridículo! Hubo uno que se lo tomó como se toma una broma de
mal gusto, y empezó a regañar a sus compañeros y al propio capitán
O’Shea por prestarse al juego. Otros dieron fe de que, pese a su
quietud, era un ser vivo que reaccionaba a lo que pasaba a su
alrededor moviendo los ojos y negaban absolutamente que se tratase de una broma, aun
cuando había un irlandés de por medio. Sin embargo, cubrieron de
nuevo la jaula, denegaron su desembarco y comunicaron al comerciante
norteamericano que la esperaba recibir que no había nada que hacer,
que esa mercancía no entraba en el país y se volvía de inmediato
al otro extremo del Atlántico. Ni siquiera contemplaron la idea de
tenerlo en cuarentena. Para ellos este asunto era ya un papel bien
matasellado que ni un buen fajo de dólares podía traspapelar. La
negativa a que entrase en los Estados Unidos era tan taxativa que los
marineros retornaron la jaula a las bodegas del barco. Así que, finalmente, el capitán O’Shea lo tuvo que traer de vuelta a
Irlanda.
A
su regreso, el proveedor tampoco quiso saber nada del asunto.
Extrañamente, se desentendía totalmente. Devolvía las cartas, su
secretaria esquivaba concertar una cita y sólo dejó de estar
ausente de su oficina el día que esta cerró. De inmediato, el
capitán O’Shea se olió que detrás de ese asunto había algo muy
turbio para que alguien renunciase a algo que valía, según los
albaranes, 2500 dólares. No insistió y optó por quedarse con el
animalillo con todas las de la ley y sin airear más el tema en
público.
El
día que tomó aquella decisión, el capitán O’Shea sacó la
mercancía del barco y se la llevó a su casa, donde vivía con su
señora, Fiona, y una hija, Sinéad. No quiso que ninguna de ellas
supiera qué cargaba y metió la jaula inmediatamente en un cobertizo
de madera que tenían en el patio, antes de presentarse
por la puerta con el petate a cuestas y echando humo por su pipa de
caoba.
Mientras
comía con ellas, no dejaba de pensar en la jaula, en destaparla y
volver a ver a ese curioso animal sin las prisas de la aduana o el
atropello de la descarga. Un par de veces en el buque se acercó a
verlo, preocupado por su ajado estado. No parecía muy sociable,
aunque en absoluto se lo podría calificar de animal salvaje, pues
era de temperamento apacible. Para él, era como un periquito, aunque
más orondo y expresivo, sin pico, con menos plumaje y ninguna pulsión canora.
Acabado
el postre y con el pretexto de fumar encarado al sol de junio, el
capitán salió del salón y marchó fuera, con tanto disimulo que
llamó la atención de Sinéad, que no pudo evitar espiarlo. Su padre
pasito a pasito se iba arrimando al cobertizo, pipa en mano, mientras
parecía oler las flores de los maceteros de Fiona. En el momento en
que sacudía su pipa contra la pared de ladrillo, abrió raudo la puerta y se
sumergió en su interior en un suspiro, dando un ligero portazo.
Visto lo visto, Sinéad se abalanzó desde la puerta de casa hasta la
puerta del cobertizo con la actitud de una cazadora furtiva.
Intrigada hasta caérsele los ojos, se quedó afuera husmeando qué
diantres tendría escondido allí su padre. Incapaz de ver nada por
la ventana cerrada o por un alto ventanuco, se dejó atraer por el
magnético hueco de la cerradura de la puerta. Este, en su pequeñez,
le permitía a duras penas observar que un enorme bulto ocupaba el
tablero de la mesa donde aquel lobo de mar en tierra firme se
entretenía de vez en cuando con labores de bricolaje, marquetería o
simplemente metiendo barcos en botellas de cristal. Poco más pudo
atisbar, pues el cuerpo de su padre se interpuso como un poderoso
escollo. Nada más le sintió venirse hacia la puerta, se quitó de en
medio y corrió a esconderse, permaneciendo agazapada al otro lado de
la caseta.
Una
vez se aseguró de que su padre había entrado de nuevo en la casa y
de que estaba sola, trató inútilmente de abrir el picaporte porque este había echado la llave al salir. Estamos
buenos,
se dijo Sinéad, aguzando el ingenio frente a la adversidad. Porque
Sinéad, en todo lo que se refería a ingeniárselas, era todo un as,
y así fue que pronto encontró la solución mientras se rascaba la
cabeza. Cogió una de sus horquillas y la dio forma, luego la
introdujo por la cerradura y, tras unos golpes de muñeca, giró el
pestillo. La puerta quedó abierta dejando escapar un fuerte olor a
serrín y cola.
Sinéad
entró y cerró con mucho cuidado para que no la descubrieran.
Ansiosa por ver qué había tras la loneta que cubría aquel paquete,
se arrimó y oteó un poco por los oscuros agujeros hasta que un rumor
la detuvo. Sintió que dentro se producía algo parecido a un
revoloteo apagado, sin brillo. Cogió el bajo de la lona y lo alzó
despacito. Era una jaula lo que se ocultaba debajo y dentro no se
veía nada. Posiblemente tenía que alzar más la tela para alcanzar
a ver con claridad lo que contenía, y así lo hizo con la mano
temblando y conteniendo la respiración. Entonces sus ojos se
abrieron como dos lunas llenas y su boca adoptó la forma de la cueva
de Dunmore, y escapó de sus cavernosas profundidades un espléndido
y rotundo uoooooooh!!
Frente
a esa maravilla, Sinéad recordó de repente uno de los cuentos que
le contaba su abuela Caitlín antes de dormir. Era la historia de Las ballooins de Ormond.
Según relataba esta, la joven princesa Fionnona brindó en su boda
con una copa de vino en la que había caído una mosca, la cual no
había caído por casualidad, sino que había sido lanzada dentro por la
diosa Morrigane como castigo por no haber sido invitada a las
nupcias, a pesar de ser la madrina de su padre, el rey de Ormond. La
joven tosió y tosió repetidas veces, intentando echar a la mosca
fuera de su cuerpo, y ni vomitando conseguía sacarla, hasta que tras
una hora de angustia le sobrevino un profundo sueño. El sueño duró
años y años sin que nadie fuese capaz de despertarla, mientras su
padre y su esposo se resignaban a verla dormir y marchitarse entre
lágrimas.
Durante
el sueño, Fionnona soñó que el dios Lugh se le aparecía con aire
gallardo y le ordenaba que lo acompañase junto a otras cincuenta
doncellas durmientes, víctimas de la maldad de Morrigane, al monte
Corrán Tuathail. Una vez hizo eso y se reunió con ellas, Lugh la
convirtió en un cisne y al resto en gansos, y ordenó de nuevo que
lo siguieran. Volaron y volaron más allá de las luces del norte,
acompañándolo hasta un lago encantado de aguas irisadas en una isla
al otro lado del mar de hielo. Fionnona pasaba el eterno día y la
eterna noche añorando su tierra y deseaba descubrir imperiosamente
la manera de regresar con su padre y su esposo.
Por ello, hacía continuas
demandas al dios con la esperanza de que a ella y a las demás les
permitiese regresar a sus hogares. Lugh era inflexible y se empeñaba
en que debían permanecer allí para estar a salvo de la furia de
Morrigane, pues gracias a él habían escapado de su maldad, pero no
se habían librado de su embrujo, ya que sus cuerpos seguían estando
profundamente dormidos.
A
pesar de estar en deuda, Fionnona logró convencer a sus compañeras
para partir de allí y regresar a la verde Irlanda. A la primera
oportunidad que se les brindó, escaparon volando y, tras superar mil
peligros, cada una logró llegar hasta donde estaba su cuerpo
durmiente. Todas se asustaron tanto de verse dormidas y avejentadas
que perdieron la voz y se les fueron cayendo las plumas una a una por
el disgusto, incapaces de retornar a sus cuerpos. Permanecieron así
por los siglos de los siglos, vagando por los valles y los montes
irlandeses. Su abuela también le contaba que, por el mes de agosto,
salían a campo abierto para contemplar las lágrimas de san Lorenzo,
que creían que eran las voces que perdieron y que les bastaría con
cazar con sus bocas una sola de ellas al vuelo para poder volver a
hablar.
Sinéad
tenía ahora a una de ellas allí enfrente, triste, cabizbaja, tan
mudita que su corazón latía dentro de sus oídos, e incapaz de
dirigirle ninguna otra expresión que no fuera una mirada asustadiza
y apocada entre las sombras de ese triste cobertizo. Tan sorprendida
y aturdida estaba la niña mirando la indefensión en persona que,
hasta que no oyó la ronca tos de su padre sobre su cogote, no se dio
cuenta de que el capitán O'Shea estaba a su espalda, con la cabeza
estirada, el gesto adusto y sujetando firme un plato con leche y
miel.
Pese
a su expresión, el capitán O’Shea no estaba molesto en absoluto
con la travesura de su hija, más bien le agradó que su hija
estuviese fascinada por aquella pobre criatura. La conocía como la
palma de su mano y sabía que en sus ausencias cuidaría bien de
ella, puesto que la bondad de Sinéad superaba en mucho a su arrojo.
Así que Sinéad acabó teniendo el regalo más caro y maravilloso
que pudiese haber soñado en toda su vida una jovencita irlandesa.
Lástima
que se le escapase llegado agosto, pero reconoció a su madre que se
apiadó de la ballooin,
que fue ella misma quien dejó abierta la puerta de la jaula, que no
fue un descuido, pues era incapaz de retenerla por más tiempo presa cuando sabía que estaba en su naturaleza querer revolotear y cantar
entre las estrellas.
Este pequeño relato es uno de los que componen el libro Mujeres-globo: mito o realidad. Una muestra para amenizar el veraneo con salinos aires irlandeses.
La imagen es una atribución ficticia, fotomontada (atribución original: Muchacha sujetando un globo de hidrógeno, anónimo,c. 1890, Library of Congress), como también es ficción el hecho narrado.
Ya presenté las tazas dedicadas a las sirenas en su día. Ahora le llega el turno a nuestras pompinas. Para la ocasión, se ha hecho una pequeña tirada para la que se han seleccionada dos de ellas. Las elegidas han sido Miss Medussipi y Selenina. Démoslas un fuerte aplauso (tampoco mucho, no se espanten).
En las tazas figura sus imágenes a color más una pequeña descripción científica de cada una, puesto que lo estético no está reñido con la cultura. Miss Medussipi es idónea para tomar un té con una nube de leche o un chocolatito criollo en el porche. Por su viento, Selenina es ideal para tomarse un café con espuma o una infusión de hierbas con canela contemplando la luna. Sobra decir que también son estupendas para acompañar la lectura de los respectivos libros que representan: Mujeres-globo, mito o realidad o Glomorios: el secreto de la magia pompínica.
El merchandising se ha convertido en un recurrente complemento de la venta de libros en ferias y presentaciones. A los seguidores les encanta ampliar su fascinación con objetos que simbolicen su enganche al universo imaginario de los libros y algunos, ante la imposibilidad de comprar un libro o por no tirar por la lectura, se pueden llevar un objeto cuqui descontextualizado de sus orígenes.
Comentar finalmente que las tazas sonmade in Mexico (mil gracias a Miguel y Adrián) por si les sabe algo picantito el líquido que contengan. No se extrañen, entra dentro de lo normal. Y ¿dónde se pueden adquirir? Bueno, esperen a que me persone en la caseta de turno o en la presentación que toque para adquirirlas al vuelo.
Que tengan felices desayunos, almuerzos, comidas, meriendas y cenas antes, durante o después de revisar sus sueños.
En junio de 2015 se publicó la primera edición de Mujeres-globo, mito o realidad. Desde entonces ha llovido lo suyo y lo que debía de haber llovido y no llovió. Como pasa con todo lo que se hace viejo, conviene darle un repasito para ponerlo al día. Así que se ha procedido a revisar y corregir su contenido —básicamente, leísmos y gerundios innecesarios, seamos sinceros—. Con ello, se reedita en 2024 este título mítico del género balonmaniaco o pompinófilo. Ese área de la fantasía criptozoológica a la que pocos han tenido acceso por temor a quedar enganchados de por vida a su ventolera.
A modo de muestra, regalo la lectura de una de las treintaidós historias que componen el libro. Dos más tendrán el mismo destino para amenizar la canícula veraniega.
Un saludo y que disfruten de la lectura.
LOS CUENTOS DE ALLISON PARKER
de Fernando Figueroa
Allison
Parker obtuvo la fama por sorpresa, sin esperarlo siquiera. Y decimos
bien: sin esperarlo, pues no fue ella la que mandó su cuento al
concurso convocado en 1869 por la revista literaria Golden
Morning Star,
sino que lo envió su tía paterna Josephine Parker.
Esta,
para enseñarle a leer y escribir, la animaba a poner por escrito sus
fantasías sobre los animales y seres que veía en el bosque o que
recreaba en su imaginación. Cuando se enteró del tema del concurso,
se alegró de ver que muchos de sus cuentos se ajustaban a ese tipo
de personajes. Así fue que copió uno que le agradaba en especial y
lo sustituyó por el original. Luego, bajo el pretexto de regalarle
para su cumpleaños una preciosa chistera de fieltro negro, de la que
hacía años estaba encaprichada porque cerca de la casa vio pasar
sobre su yegua a un caballero con una puesta, le dijo que le tenía
que medir la cabeza y mandar unos cupones de oferta a una revista de
moda de Richmond. Después pidió a Allison que la ayudase a escribir
la dirección en un sobre y que se pusiese ella como remitente, pues
ya era lo bastante mayor. Luego introdujo en el sobre el cuento de
Allison y fueron a la estafeta. Como precaución Josephine había
comprado un sombrero de segunda mano a un estudiante de leyes y lo
ocultó dentro de una caja de cartón en el altillo. Cuando llegó el
día de dárselo, Allison se puso muy contenta con su chistera y se
divirtió metiendo en ella a los gazapos que tenía su tía en un
corral para echarlos a navegar en el arroyo donde lavaban la ropa.
Josephine
había acogido en su casa de New Haven a la pequeña Allison tras la
muerte de su padre en el segundo año de la guerra, caído en Seven
Pines. Madre no tenía. Mejor dicho, no tuvo la fortuna de conocerla,
pues murió tras un parto muy complicado, que la dejó postrada en
dolorosa agonía por tres días hasta que dio el último suspiro.
Allison
era una niña introvertida, callada a ratos y que le gustaba jugar
sola por el campo. La casa de tía Josephine estaba en las afueras y
a todos los efectos podía considerarse una granja, por lo que
Allison podía corretear todo el día entre cereales y arbustos.
Cerca tenía una arboleda de fresnos y abedules que había convertido
en su cuarto de juegos, y allí estaba casi siempre cuando hacía buen
tiempo y no andaba con ninguna tarea doméstica o metida en alguna
aventura. A Allison le gustaba oír al viento remover las hojas de
los árboles, trepar por sus troncos y pasar las horas sentada en una
robusta rama, oteando en el horizonte el gracioso vuelo de los
pájaros o contando las vacas del prado de enfrente: las vacas de la
finca Goodman: las tragonas, meonas y cagonas vacas del capitán
Goodman.
Jamás
vio seres más básicos. Las cabras de missus Smith tenían más
conversación que ellas. Le extrañaba que siendo tan grandes
pareciesen más bobas que las mariposas del bosque de abedules. Esas
sí que tenían cara de chicas listas, incluso se podía conversar
con ellas sin sentir al final de la charla que te daban la razón
solo por ser una niña. Tenía una favorita, la más gordita y
torpe, por eso le caía bien, pues le recordaba a su amiga Ophelia,
la hija pequeña del capitán Goodman, que siempre estaba recogida en
casa por culpa de su pierna. Como no podía andar, pues no podía
acompañarla a jugar en el bosque de los fresnos y los abedules, se
tenían que conformar con jugar a las muñecas en el porche de su
casa. Allison insistía en que podía cargar con ella a su espalda y
subirla a su árbol preferido, pero a Ophelia le entraba miedo por si
su padre se enteraba, se enfadaba con ella y le pegaba con el
cinturón.
Allison
le puso a su mariposa favorita el nombre de O’Phelia y, al llamarla
o dirigirse a ella, remarcaba siempre con empaque la separación
entre O y Phelia. Era muy divertido y muy correcto, ya que todo el
mundo sabe que las mariposas, gordas o flacas, son primas de las
hadas y que todas ellas son, ya sea por parte de padre o por parte de
madre, irlandesas.
O’Phelia
la seguía a todas partes. Era una chica leal y valiente. Una mañana,
cuando Allison se cayó en un charco más hondo y oscuro que el océano Atlántico, O’Phelia la agarró de su hombro, al auxilio de
su grito, y tiró con todas sus fuerzas para salvarle la vida. Le
desgarró la manga de su vestido de algodón, pero si no hubiera sido
por ella ahora estaría criando algas malvas en el fondo del mar,
empapada hasta la rodilla, y menuda regañina le hubiera esperado.
Como premio, Allison le trajo al día siguiente un trozo de pastel de
manzana, pero parece que no le gustaba, porque le daban arcadas
cuando chupeteaba la harina o lamía la compota. O'Phelia prefirió
rechazar el convite y perderse entre los cañaverales persiguiendo a
las libélulas.
Un
día Allison la invitó a su casa, pero O’Phelia se puso muy mohína
y decía a todo rato con los ojos que nanay de la China. Se ponía
muy gruñona e insoportable cuando sentía que se la obligaba a algo
y, si insistías demasiado en convencerla, lo menos la tenías una
hora dándote en la coronilla con su panza para que la dejases en paz
y te olvidases del tema. A Allison aquellos momentos le parecían muy
entrañables porque era cuando O’Phelia parecía más humana. Era
como cuando el capitán Goodman bebía para olvidar la muerte de su
esposa y siempre que se le veía borracho sabías que era por eso.
Suponía que lo mismo le pasaría al capitán cuando se viese a sí
mismo en ese estado, se daría cuenta de que era un viudo solitario.
O’Phelia
era un caso perdido, jamás salía del bosque de abedules, como mucho
se dejaba caer por el bosque de fresnos a visitar a otras de las
suyas y charlar sobre cómo de bonito había salido ese día el Sol o
cómo de bonita había engordado la Luna. Sobre todo les encantaba
hablar de las nubes y, cuando veían una nube bien rechoncha y
esponjosa, se tiraban a una hacia ella para, de un suspiro, comérsela
sin dejar ni una gota.
Allison
creía que a O’Phelia le hubiera sentado muy bien tener un novio.
Tía Josephine se había echado de novio al hijo mayor del capitán
Goodman, Cecil Goodman, y los días que le traía la leche o la
mantequilla se ponía de lo más contenta. Tanto que ese día el
pastel de manzana le salía de lo más jugoso y llenaba los jarrones
de toda la casa con flores frescas. Lástima que a O’Phelia no le
gustasen los pasteles. Sospechaba que tampoco la leche.
La
hija del capitán Goodman sí que apreciaba la repostería de tía
Josephine. Un día le llevó una deliciosa tarta de arándanos con
frambuesa, pero Ophelia no estaba en casa. Su padre le dijo a Allison
que se había marchado, que se había ido a los cielos con su madre y
le regaló su vieja muñeca. A Allison la noticia la cogió de
improviso y le causó una profunda congoja porque, aunque no saliesen
más allá del porche lo pasaban muy bien juntas. Así que cogió la
muñeca y se fue al bosque de fresnos. Allí le rompió una pierna y
la puso lo más arriba que pudo del más alto de los fresnos, para
que Ophelia la viese desde arriba del cielo y se muriese de envidia
por ver que su muñeca coja había sido más valiente que ella.
Esa
tarde Allison no quiso jugar con O’Phelia, aguantó hasta el ocaso
sentada en la copa de su abedul preferido, abrazada a sus rodillas y
sin atreverse a mirar de frente a las nubes que se agitaban en lo
alto del cielo ni a las calladas vacas de la finca Goodman. Mientras,
la gordita mariposa se mantuvo a los pies del árbol como un perrito
fiel, recogiendo afanosa todas sus lágrimas entre los pétalos de un
ramillete de campanillas.
Allison
Parker había escrito cuarentaitrés cuentos en sus trece años de vida, antes de
morir por una neumonía. En esos cuentos recogía tanto las historias
que había vivido con sus amigas mariposas como las historias que
ellas le contaban que les habían ocurrido a sus abuelas largos
siglos atrás y las que les habían pasado a ellas mismas por los
campos de Connecticut. Todas esas aventuras acabaron publicadas, en
1871, en una antología: Allison
in the Birchwoodland,
que fue un éxito de ventas en las principales ciudades de
Connecticut, Pennsylvania, Maryland y Virginia. Todos los niños y
niñas de entre seis y quince años disfrutaron de las peripecias de
la traviesa Allison y su pequeña y regordeta amiga O’Phelia en el
País de los Abedules.
Allison
ganó el concurso de la Golden
Morning Star
con un cuento de diez cuartillas por las dos caras que contaba la
historia de una princesa que no podía salir de la torre del castillo
donde la tenía encerrada el maligno duque Badman. Tras robarla de su
cuna en el palacio de sus padres, los reyes de Cowtry, la sometía a
una estricta prisión sin poder poner el pie en el ancho mundo hasta
que alguien la rescatase. Allí estuvo presa a pan y agua hasta que
un día la Gran Dama de las Mariposas asomó por una ventana con una
espina en su tripa. Esta imploró su ayuda y la princesa Ophelia,
con gran apuro, logró quitársela y coser su herida con una de sus
pestañas y uno de sus largos cabellos rubios. En agradecimiento, la
Gran Dama de las Mariposas le concedió cumplir un deseo y Ophelia le
pidió convertirse en una de ellas para poder volar y abandonar
aquella alta y oscura torre. Entonces la reina la convirtió en una
mariposa algo gorda y torpona pero ligera como la brisa de
primavera, y le puso en su nombre la espina que le quitó en recuerdo
de su gran servicio por salvarle la vida. De este modo pasó a
llamarse O’Phelia.
La
historia seguía con una batalla por liberar al Reino de las
Mariposas de la tiranía del maligno Badman y sus huestes de
minotauros. Aunque valor y arrojo no les falta, todo anuncia un gran
desastre, pues el ejército de las mariposas parece impotente ante
los terribles cuernos de esos malvados seres. La única solución es
visitar las tierras del este en busca de la Gran Maga y que ella les
regale alguna de las manzanas de oro que otorgan a quien las posee la
capacidad de hacerse invisible y les facilite la alianza de los
conejos azules. Tras un viaje lleno de peripecias, O’Phelia conoce
por fin a la Gran Maga. Hacen buenas migas en la cocina de su hogar
en la Colina de la Magia y, tras adivinar un acertijo, consigue una
manzana de oro que le otorga el poder añadido de hacerla invisible cada vez
que la bese por el plazo de un día. La Gran Maga convence al capitán
de los conejos azules para que ayuden a las mariposas en su guerra
contra los minotauros. O’Phelia y los conejos azules marchan a
socorrer a las mariposas y vencen a todos los minotauros. Solo queda
acabar con su jefe Badman, pero Badman es, además de un poderoso
hechicero, el poseedor de una poción que lo convierte en un enorme
gigante de una milla de alto, capaz de destruir al ejército de las
mariposas y los conejos azules de un solo pisotón. O’Phelia se
adelanta a sus amigos, besa su manzana de oro y se introduce en el
oscuro castillo de Badman, donde está atrincherado a la espera de la
batalla final. Allí registra sótanos y desvanes buscando
infructuosamente el lugar donde tiene escondida la poción. Luego,
siguiendo sus ronquidos por pasillos y escaleras, encuentra a Badman
dormido en una mecedora tras haberse bebido los cuatro quintos de un
enorme barril de aguardiente, y ve que al cuello tiene colgada una
calabaza que debe de ser el recipiente que contiene la poción. Con
mucho cuidado consigue vaciarla sobre la ceniza de la chimenea y
reemplazar su contenido por vulgar licor. Cuando a la mañana
siguiente va a tener lugar la toma del castillo, Badman abre las
puertas y asoma dispuesto a pisotearlos a todos. Toma la calabaza y
delante de todos se bebe la poción. Con el gaznate caliente, carga
contra ellos dando furiosos alaridos. Rodeado por las huestes
enemigas y con los brazos alzados, espera y espera a verse convertido
en un gigante, pero al comprobar que el momento no llega, le
sobrecoge un terrible pavor que lo acaba paralizando, lo que
aprovechan los miles de conejos azules para atacarlo y devorarlo
hasta reducirlo a polvo. Vencido el malvado duque, la Gran Dama le
ofrece de nuevo a O’Phelia concederle un deseo para agradecer sus
servicios y, entonces, ella le pide a la Gran Dama que la devuelva a su
estado de niña y poder volver con sus padres. Entonces la Gran Dama
la reprende y le dice que esos son dos deseos y que solo le ha
ofrecido uno. O’Phelia finalmente opta por volver con sus padres en
estado de mariposa.
[...]
Allison
se hacía mayor, pero su corazón latía como el de una inquieta niña
incapaz de entender el complejo y enrevesado mundo de los adultos y
sus absurdas normas, una pequeña salvaje que rechazaba convertirse
en una mujer educada para una vida alejada de la Naturaleza. Dios se
apiadó de ella y se la llevó consigo al paraíso celestial muy
pronto. Hubiese sido una mujer muy infeliz entre los suyos, en un
tiempo en el que los relojes ocupaban el espacio del cerebro, las
monedas sustituían los besos y las bombas de vapor reemplazaban los
corazones.
La imagen es una atribución ficticia (atribución original: Girl with Top Hat, anónimo, c. 1880, Library of Congress), como también es ficción el hecho narrado.
Cubiertas para la serie en tapa dura de Harry Maesnow
CUBIERTAS RENUEVAS
DE LAS AVENTURAS Y TRIBULACIONES DE HARRY MAESNOW
de Fernando Figueroa
SINOPSIS DE LA SERIE: Bienvenidos a las aventuras y tribulaciones del agente de la Honorable Policía Metropolitana de Rabishpool Harold Maesnow. A finales del siglo XIX, en la Baja Inglaterra y en pleno declive de la era victoriana, Maesnow tratará de combatir el crimen y de sobrevivir a sus problemas familiares, la agitación política, la liberación sexual y la intensidad de su relación sentimental con la actriz Molly Grapes. Un hardboiled neovictoriano que será la delicia de los amantes del género, donde el misterio, la acción, la crítica social, el humor y el sexo se dan algo más que la mano.
No hace mucho anuncié el cambio de cubiertas para diferenciar las ediciones en tapa blanda de las de tapa dura de la serie de Harry Maesnow. Bueno, pues ahora las vuelvo a cambiar para distinguirlas aún más. ¿La razón? No cabe dura que para diferenciarlas aún más.
Ante esta redundancia, cabe aclarar que los motivos centrales de las cubiertas siguen siendo los mismos pero pasados por el duotono y así poder darles un toque más carca, incluso recordando aquellas colecciones vendidas en quiosco. Se deja la combinación de colores anterior, de reminiscencias más British, para la tapa blanda. Se sacrifica, por tanto, la uniformidad asignando un determinado color a cada entrega de la serie. Apreciemos la diferencia:
No sé si será un acierto o un error, como cuando se cambian los muebles del comedor, pero le da otro aire y eso como que oxigena. Ya sé que puede ser temerario y quizás no compense, sobre todo si nos atenemos al sacrosanto poder asignado al aspecto de las cubiertas o de los escaparates comerciales para vender lo invendible y el desastre que puede suponer cambiar lo que está mono. Igual, si pensamos en esas cubiertas como si fueran las cáscaras y pieles de las frutas de nuestro comercio habitual, es muy seguro que se nos hagan los ojos zumo; hayamos encontrado una fórmula bastante similar a la que hace de las verdulerías de nuestro barrio un negocio boyante. El lector dirá si hoy le apetece llevarse una lombarda, un aguacate, un kiwi, una berenjena o un manojo de apio neovictoriano para disfrutar de los compuestos bodegones de nuestras estanterías domésticas.
SINOPSIS: Gracias a un compañero de letras, puede contactar con los coordinadores de la caseta de Autoedición de la Feria del Libro de Puente Vallecas, y así poder inscribirme y participar en su octava edición. Esta experiencia revertirá en un cúmulo de recuerdos y reflexiones sobre las ferias libreras como autor-vendedor y lector-consumidor.
Siempre me ha hecho ilusión verme en una caseta recibiendo a los lectores de mis libros; espíritu hogareño. De niño no era raro que me llevasen a ver la feria de El Retiro o la de Recoletos, aunque en esta última no se firma, que son libros viejos y de ocasión, sin más valor añadido que el paso del tiempo. Suma a esto, el placer de deambular por la Cuesta de Moyano y otros mercadillos similares con más, menos o ninguna solera. En fin, el ambiente bullicioso y colorido de los mercadillos libreros me ha resultado grato y estimulante desde pequeño y transitarlos fue un acicate más para mi afición por la escritura o la ilustración.
Lo cierto es que se aprecia ese tipo de eventos como pruebas de la consagración profesional del escritor, y, en tiempos, era una preciada circunstancia para conocer en persona al autor e intercambiar unas palabras, con o sin dedicatoria por medio. Contacto que podía aportar algún que otro beneficio extra, como se mostraba en la película El verdugo, de Berlanga.
En mi caso, participar en la feria de mi barrio me hacía especial ilusión, aunque una primeriza experiencia en la feria de El Retiro, en la caseta de Maidhisa, por gentileza de la editorial Minobitia, no fue muy apoteósica que se dijese, sencillota hasta el aburrimiento. Vamos, que me dio la bajona pese a pasarse por allí unos pocos conocidos y amigos. Y es que la Feria del Libro de Madrid se queda muy ancha para los autores nóveles que publican en editoriales chicas y carecen de eco mediático como de esa fama interna que hay en todos los mundillos culturales. Por eso, fue una sorpresa muy grata saber que los autopublicados o autoeditados teníamos un huequito en una feria de distrito. Saberlo y ahí que fui a apuntarme.
Hay que reconocer que es una iniciativa estupenda en unos tiempos en que esta fórmula de publicación es pujante, y así fue que percibí una alta demanda de participación. En cada turno había de tres a cinco autores, y eso es muy positivo, pues cada cual tocaba géneros, temas y estilos de lo más diverso y había dado alas a su vocación literaria por causas de lo más diverso. Como la compañera Ana Torres, que compartía en su libro la triste experiencia de perder a un bebé.
que chiquitito me veo (M. Rolland)
Imaginad lo rico de charlar entre nosotros y compartir visiones y experiencias, además de intercambiar información, hacer terapia, comprarnos libros o trocarlos. Hubo momentos muy lindos, hasta compañerismo o conciencia de clase, como decimos los hijos de la democracia cuando nos unimos para afrontar los escollos económicos. Vender en grupo y recomendarse unos a otros es todo un ejercicio de hermandad recreativa y humildad lucrativa. En ese arte, junto al buenrollismo, Patricia Duró era un as. Un saludo y un aplauso para esta autora de romance erótico.
También fue curioso reencontrarme con Daniel Collado Azorín, un peculiar autor de Carabanchel, o ver a una escritora y madre conciliando, con su bebito y marido, la venta de sus libros pese al tiempo tan desapacible que nos hizo; participante fuera de programa, y es que hubo enganches de última hora. A esto súmale las visitas de los colegas o reencontrarte con viejos amigos de los que habías perdido la pista. Solo por eso, vale la pena.
en las ondas del Bulevar
Pero vamos a lo que vamos. Las ferias no solo son ventas y firmas, saludos y promesas, por muchas que sean, que no es mi caso, sino también presentaciones, y eso ya fue el lujo. Que se permita presentar libros autopublicados o autoeditados y en plena calle, en máximo abierto, es toda una pasada. Para bordar la ocasión, invité a Mirari Bueno, con quien colaboro en su programa de radio Con Todas las Letras con mi quijotesca sección La Saavedropedia, a que me acompañase en su calidad de filóloga y seguidora de mi trayectoria literaria. Fue una exposición grata y distendida, donde considero que se reivindico el talento que se cría y habita en los barrios de periferia y, en especial, de Entrevías o Vallecas. Por supuesto, también se habló deExpediente Bélmez, una novela urbana, paranormal y erótica que se desarrolla en Entrevías y aledaños, y en muy buenos términos:
Como he dicho antes, también anduve por allí como lector. En medio de ese ambiente barriero, cosmopolita y multicolor, de luces y sombras, asistí a presentaciones, ojeé puestos y estuve de terracita. De aquello me llevé para casa dos títulos: El relojero y la muerte de Sheila Moreno Griñón, fantasía urbana, y Plan Z de Emilia da Silva, novela contemporánea, por simpatía, curiosidad y compañerismo, que hacer una buena presentación ha de tener su recompensa si se ofrece un material de calidad. Me quedé con las ganas de llevarme más títulos, pero el bolsillo aprieta y limita la expansión de la voluntad con férrea y sabia dictadura, vistos los estragos que genera la sociedad de la abundancia. Demos una oportunidad a las bibliotecas públicas o al préstamo de tú a tú.
el escritor debe dominar la palabra
En general, me ha quedado un buen sabor de boca, participar en la feria me ha dado impulso para proseguir en esta senda, tan dura como otras sendas culturales y artísticas, y se me han despertado las ganas para reengancharme otro año, a ver si la montamos más gorda y regalamos hasta marcapáginas con caramelos.