sábado, 20 de julio de 2024

LA BALLOOIN DE IRLANDA

Sinéad O'Shea

 

En junio de 2015 se publicó la primera edición de Mujeres-globo, mito o realidad. Desde entonces ha llovido lo suyo y lo que debía de haber llovido y no llovió. Como pasa con todo lo que se hace viejo, conviene darle un repasito para ponerlo al día. Así que se ha procedido a revisar y corregir su contenido —básicamente, leísmos y gerundios innecesarios, seamos sinceros—. Con ello, se reedita en 2024 este título mítico del género balonmaniaco o pompinófilo. Ese área de la fantasía criptozoológica a la que pocos han tenido acceso por temor a quedar enganchados de por vida a su ventolera.

A modo de muestra, regalo la lectura de otra de las treintaidós historias que componen el libro. Tras Los cuentos de Allison Parker, ahora llega esta segunda entrega para amenizar la canícula veraniega. 

Un saludo y que disfruten de la lectura.



LA BALLOOIN DE IRLANDA

de Fernando Figueroa



La balloonmanía tuvo el efecto pernicioso de convertir la admiración por estos seres en un lucrativo negocio. La posesión y exhibición de un ejemplar de balloon-girl se convirtió en una moda cara, al alcance de muy pocos. Ingentes cantidades de dinero se movieron en el comercio de estos singulares animales, para deleite de inconscientes amantes de la naturaleza y cultivo de la suntuosidad de coleccionistas narcisistas, sin reparar en el estrago que suponía para la integridad de la Naturaleza este expolio de vida.

El capitán mercante Sean O’Shea hacía la ruta Dublín-Nueva York. En uno de sus habituales viajes, transportaba para un comerciante de Harlem una mercancía muy especial, guardada en una jaula, recubierta por una lona llena de agujeros y en la que tenían prohibido introducir cualquier otro alimento que no fuera agua con azúcar. Evidentemente, llevaban a bordo algo vivo, un animal silvestre, tan pequeño como una comadreja y tan ligero como un colibrí, que, por lo visto, podía pasar un largo período de tiempo sin ingerir nada sólido.

Llegaron a puerto y, al pasar la aduana, los funcionarios no daban crédito. ¡Era ridículo! Hubo uno que se lo tomó como se toma una broma de mal gusto, y empezó a regañar a sus compañeros y al propio capitán O’Shea por prestarse al juego. Otros dieron fe de que, pese a su quietud, era un ser vivo que reaccionaba a lo que pasaba a su alrededor moviendo los ojos y negaban absolutamente que se tratase de una broma, aun cuando había un irlandés de por medio. Sin embargo, cubrieron de nuevo la jaula, denegaron su desembarco y comunicaron al comerciante norteamericano que la esperaba recibir que no había nada que hacer, que esa mercancía no entraba en el país y se volvía de inmediato al otro extremo del Atlántico. Ni siquiera contemplaron la idea de tenerlo en cuarentena. Para ellos este asunto era ya un papel bien matasellado que ni un buen fajo de dólares podía traspapelar. La negativa a que entrase en los Estados Unidos era tan taxativa que los marineros retornaron la jaula a las bodegas del barco. Así que, finalmente, el capitán O’Shea lo tuvo que traer de vuelta a Irlanda.

A su regreso, el proveedor tampoco quiso saber nada del asunto. Extrañamente, se desentendía totalmente. Devolvía las cartas, su secretaria esquivaba concertar una cita y sólo dejó de estar ausente de su oficina el día que esta cerró. De inmediato, el capitán O’Shea se olió que detrás de ese asunto había algo muy turbio para que alguien renunciase a algo que valía, según los albaranes, 2500 dólares. No insistió y optó por quedarse con el animalillo con todas las de la ley y sin airear más el tema en público.

El día que tomó aquella decisión, el capitán O’Shea sacó la mercancía del barco y se la llevó a su casa, donde vivía con su señora, Fiona, y una hija, Sinéad. No quiso que ninguna de ellas supiera qué cargaba y metió la jaula inmediatamente en un cobertizo de madera que tenían en el patio, antes de presentarse por la puerta con el petate a cuestas y echando humo por su pipa de caoba.

Mientras comía con ellas, no dejaba de pensar en la jaula, en destaparla y volver a ver a ese curioso animal sin las prisas de la aduana o el atropello de la descarga. Un par de veces en el buque se acercó a verlo, preocupado por su ajado estado. No parecía muy sociable, aunque en absoluto se lo podría calificar de animal salvaje, pues era de temperamento apacible. Para él, era como un periquito, aunque más orondo y expresivo, sin pico, con menos plumaje y ninguna pulsión canora.

Acabado el postre y con el pretexto de fumar encarado al sol de junio, el capitán salió del salón y marchó fuera, con tanto disimulo que llamó la atención de Sinéad, que no pudo evitar espiarlo. Su padre pasito a pasito se iba arrimando al cobertizo, pipa en mano, mientras parecía oler las flores de los maceteros de Fiona. En el momento en que sacudía su pipa contra la pared de ladrillo, abrió raudo la puerta y se sumergió en su interior en un suspiro, dando un ligero portazo. Visto lo visto, Sinéad se abalanzó desde la puerta de casa hasta la puerta del cobertizo con la actitud de una cazadora furtiva. Intrigada hasta caérsele los ojos, se quedó afuera husmeando qué diantres tendría escondido allí su padre. Incapaz de ver nada por la ventana cerrada o por un alto ventanuco, se dejó atraer por el magnético hueco de la cerradura de la puerta. Este, en su pequeñez, le permitía a duras penas observar que un enorme bulto ocupaba el tablero de la mesa donde aquel lobo de mar en tierra firme se entretenía de vez en cuando con labores de bricolaje, marquetería o simplemente metiendo barcos en botellas de cristal. Poco más pudo atisbar, pues el cuerpo de su padre se interpuso como un poderoso escollo. Nada más le sintió venirse hacia la puerta, se quitó de en medio y corrió a esconderse, permaneciendo agazapada al otro lado de la caseta.

Una vez se aseguró de que su padre había entrado de nuevo en la casa y de que estaba sola, trató inútilmente de abrir el picaporte porque este había echado la llave al salir. Estamos buenos, se dijo Sinéad, aguzando el ingenio frente a la adversidad. Porque Sinéad, en todo lo que se refería a ingeniárselas, era todo un as, y así fue que pronto encontró la solución mientras se rascaba la cabeza. Cogió una de sus horquillas y la dio forma, luego la introdujo por la cerradura y, tras unos golpes de muñeca, giró el pestillo. La puerta quedó abierta dejando escapar un fuerte olor a serrín y cola.

Sinéad entró y cerró con mucho cuidado para que no la descubrieran. Ansiosa por ver qué había tras la loneta que cubría aquel paquete, se arrimó y oteó un poco por los oscuros agujeros hasta que un rumor la detuvo. Sintió que dentro se producía algo parecido a un revoloteo apagado, sin brillo. Cogió el bajo de la lona y lo alzó despacito. Era una jaula lo que se ocultaba debajo y dentro no se veía nada. Posiblemente tenía que alzar más la tela para alcanzar a ver con claridad lo que contenía, y así lo hizo con la mano temblando y conteniendo la respiración. Entonces sus ojos se abrieron como dos lunas llenas y su boca adoptó la forma de la cueva de Dunmore, y escapó de sus cavernosas profundidades un espléndido y rotundo uoooooooh!!

Frente a esa maravilla, Sinéad recordó de repente uno de los cuentos que le contaba su abuela Caitlín antes de dormir. Era la historia de Las ballooins de Ormond. Según relataba esta, la joven princesa Fionnona brindó en su boda con una copa de vino en la que había caído una mosca, la cual no había caído por casualidad, sino que había sido lanzada dentro por la diosa Morrigane como castigo por no haber sido invitada a las nupcias, a pesar de ser la madrina de su padre, el rey de Ormond. La joven tosió y tosió repetidas veces, intentando echar a la mosca fuera de su cuerpo, y ni vomitando conseguía sacarla, hasta que tras una hora de angustia le sobrevino un profundo sueño. El sueño duró años y años sin que nadie fuese capaz de despertarla, mientras su padre y su esposo se resignaban a verla dormir y marchitarse entre lágrimas.

Durante el sueño, Fionnona soñó que el dios Lugh se le aparecía con aire gallardo y le ordenaba que lo acompañase junto a otras cincuenta doncellas durmientes, víctimas de la maldad de Morrigane, al monte Corrán Tuathail. Una vez hizo eso y se reunió con ellas, Lugh la convirtió en un cisne y al resto en gansos, y ordenó de nuevo que lo siguieran. Volaron y volaron más allá de las luces del norte, acompañándolo hasta un lago encantado de aguas irisadas en una isla al otro lado del mar de hielo. Fionnona pasaba el eterno día y la eterna noche añorando su tierra y deseaba descubrir imperiosamente la manera de regresar con su padre y su esposo. Por ello, hacía continuas demandas al dios con la esperanza de que a ella y a las demás les permitiese regresar a sus hogares. Lugh era inflexible y se empeñaba en que debían permanecer allí para estar a salvo de la furia de Morrigane, pues gracias a él habían escapado de su maldad, pero no se habían librado de su embrujo, ya que sus cuerpos seguían estando profundamente dormidos.

A pesar de estar en deuda, Fionnona logró convencer a sus compañeras para partir de allí y regresar a la verde Irlanda. A la primera oportunidad que se les brindó, escaparon volando y, tras superar mil peligros, cada una logró llegar hasta donde estaba su cuerpo durmiente. Todas se asustaron tanto de verse dormidas y avejentadas que perdieron la voz y se les fueron cayendo las plumas una a una por el disgusto, incapaces de retornar a sus cuerpos. Permanecieron así por los siglos de los siglos, vagando por los valles y los montes irlandeses. Su abuela también le contaba que, por el mes de agosto, salían a campo abierto para contemplar las lágrimas de san Lorenzo, que creían que eran las voces que perdieron y que les bastaría con cazar con sus bocas una sola de ellas al vuelo para poder volver a hablar.

Sinéad tenía ahora a una de ellas allí enfrente, triste, cabizbaja, tan mudita que su corazón latía dentro de sus oídos, e incapaz de dirigirle ninguna otra expresión que no fuera una mirada asustadiza y apocada entre las sombras de ese triste cobertizo. Tan sorprendida y aturdida estaba la niña mirando la indefensión en persona que, hasta que no oyó la ronca tos de su padre sobre su cogote, no se dio cuenta de que el capitán O'Shea estaba a su espalda, con la cabeza estirada, el gesto adusto y sujetando firme un plato con leche y miel.

Pese a su expresión, el capitán O’Shea no estaba molesto en absoluto con la travesura de su hija, más bien le agradó que su hija estuviese fascinada por aquella pobre criatura. La conocía como la palma de su mano y sabía que en sus ausencias cuidaría bien de ella, puesto que la bondad de Sinéad superaba en mucho a su arrojo. Así que Sinéad acabó teniendo el regalo más caro y maravilloso que pudiese haber soñado en toda su vida una jovencita irlandesa.

Lástima que se le escapase llegado agosto, pero reconoció a su madre que se apiadó de la ballooin, que fue ella misma quien dejó abierta la puerta de la jaula, que no fue un descuido, pues era incapaz de retenerla por más tiempo presa cuando sabía que estaba en su naturaleza querer revolotear y cantar entre las estrellas.



Este pequeño relato es uno de los que componen el libro Mujeres-globo: mito o realidad. Una muestra para amenizar el veraneo con salinos aires irlandeses.



Para adquirir el libro, podéis pinchar aquí:

Mujeres-globo: mito o realidad

La imagen es una atribución ficticia, fotomontada (atribución original: Muchacha sujetando un globo de hidrógeno, anónimo, c. 1890, Library of Congress), como también es ficción el hecho narrado.



miércoles, 10 de julio de 2024

POMPINAS EN TAZA

 

 


POMPINAS EN TAZA

Ilustraciones de Fernando Figueroa



Ya presenté las tazas dedicadas a las sirenas en su día. Ahora le llega el turno a nuestras pompinas. Para la ocasión, se ha hecho una pequeña tirada para la que se han seleccionada dos de ellas. Las elegidas han sido Miss Medussipi y Selenina. Démoslas un fuerte aplauso (tampoco mucho, no se espanten).




En las tazas figura sus imágenes a color más una pequeña descripción científica de cada una, puesto que lo estético no está reñido con la cultura. Miss Medussipi es idónea para tomar un té con una nube de leche o un chocolatito criollo en el porche. Por su viento, Selenina es ideal para tomarse un café con espuma o una infusión de hierbas con canela contemplando la luna. Sobra decir que también son estupendas para acompañar la lectura de los respectivos libros que representan: Mujeres-globo, mito o realidad o Glomorios: el secreto de la magia pompínica.





El merchandising se ha convertido en un recurrente complemento de la venta de libros en ferias y presentaciones. A los seguidores les encanta ampliar su fascinación con objetos que simbolicen su enganche al universo imaginario de los libros y algunos, ante la imposibilidad de comprar un libro o por no tirar por la lectura, se pueden llevar un objeto cuqui descontextualizado de sus orígenes.  

Comentar finalmente que las tazas son made in Mexico (mil gracias a Miguel y Adrián) por si les sabe algo picantito el líquido que contengan. No se extrañen, entra dentro de lo normal. Y ¿dónde se pueden adquirir? Bueno, esperen a que me persone en la caseta de turno o en la presentación que toque para adquirirlas al vuelo. 

Que tengan felices desayunos, almuerzos, comidas, meriendas y cenas antes, durante o después de revisar sus sueños.















domingo, 7 de julio de 2024

LOS CUENTOS DE ALLISON PARKER

 

Allison Parker



 

En junio de 2015 se publicó la primera edición de Mujeres-globo, mito o realidad. Desde entonces ha llovido lo suyo y lo que debía de haber llovido y no llovió. Como pasa con todo lo que se hace viejo, conviene darle un repasito para ponerlo al día. Así que se ha procedido a revisar y corregir su contenido —básicamente, leísmos y gerundios innecesarios, seamos sinceros—. Con ello, se reedita en 2024 este título mítico del género balonmaniaco o pompinófilo. Ese área de la fantasía criptozoológica a la que pocos han tenido acceso por temor a quedar enganchados de por vida a su ventolera.

A modo de muestra, regalo la lectura de una de las treintaidós historias que componen el libro. Dos más tendrán el mismo destino para amenizar la canícula veraniega. 

Un saludo y que disfruten de la lectura.



LOS CUENTOS DE ALLISON PARKER

de Fernando Figueroa



Allison Parker obtuvo la fama por sorpresa, sin esperarlo siquiera. Y decimos bien: sin esperarlo, pues no fue ella la que mandó su cuento al concurso convocado en 1869 por la revista literaria Golden Morning Star, sino que lo envió su tía paterna Josephine Parker.

Esta, para enseñarle a leer y escribir, la animaba a poner por escrito sus fantasías sobre los animales y seres que veía en el bosque o que recreaba en su imaginación. Cuando se enteró del tema del concurso, se alegró de ver que muchos de sus cuentos se ajustaban a ese tipo de personajes. Así fue que copió uno que le agradaba en especial y lo sustituyó por el original. Luego, bajo el pretexto de regalarle para su cumpleaños una preciosa chistera de fieltro negro, de la que hacía años estaba encaprichada porque cerca de la casa vio pasar sobre su yegua a un caballero con una puesta, le dijo que le tenía que medir la cabeza y mandar unos cupones de oferta a una revista de moda de Richmond. Después pidió a Allison que la ayudase a escribir la dirección en un sobre y que se pusiese ella como remitente, pues ya era lo bastante mayor. Luego introdujo en el sobre el cuento de Allison y fueron a la estafeta. Como precaución Josephine había comprado un sombrero de segunda mano a un estudiante de leyes y lo ocultó dentro de una caja de cartón en el altillo. Cuando llegó el día de dárselo, Allison se puso muy contenta con su chistera y se divirtió metiendo en ella a los gazapos que tenía su tía en un corral para echarlos a navegar en el arroyo donde lavaban la ropa.

Josephine había acogido en su casa de New Haven a la pequeña Allison tras la muerte de su padre en el segundo año de la guerra, caído en Seven Pines. Madre no tenía. Mejor dicho, no tuvo la fortuna de conocerla, pues murió tras un parto muy complicado, que la dejó postrada en dolorosa agonía por tres días hasta que dio el último suspiro.

Allison era una niña introvertida, callada a ratos y que le gustaba jugar sola por el campo. La casa de tía Josephine estaba en las afueras y a todos los efectos podía considerarse una granja, por lo que Allison podía corretear todo el día entre cereales y arbustos. Cerca tenía una arboleda de fresnos y abedules que había convertido en su cuarto de juegos, y allí estaba casi siempre cuando hacía buen tiempo y no andaba con ninguna tarea doméstica o metida en alguna aventura. A Allison le gustaba oír al viento remover las hojas de los árboles, trepar por sus troncos y pasar las horas sentada en una robusta rama, oteando en el horizonte el gracioso vuelo de los pájaros o contando las vacas del prado de enfrente: las vacas de la finca Goodman: las tragonas, meonas y cagonas vacas del capitán Goodman.

Jamás vio seres más básicos. Las cabras de missus Smith tenían más conversación que ellas. Le extrañaba que siendo tan grandes pareciesen más bobas que las mariposas del bosque de abedules. Esas sí que tenían cara de chicas listas, incluso se podía conversar con ellas sin sentir al final de la charla que te daban la razón solo por ser una niña. Tenía una favorita, la más gordita y torpe, por eso le caía bien, pues le recordaba a su amiga Ophelia, la hija pequeña del capitán Goodman, que siempre estaba recogida en casa por culpa de su pierna. Como no podía andar, pues no podía acompañarla a jugar en el bosque de los fresnos y los abedules, se tenían que conformar con jugar a las muñecas en el porche de su casa. Allison insistía en que podía cargar con ella a su espalda y subirla a su árbol preferido, pero a Ophelia le entraba miedo por si su padre se enteraba, se enfadaba con ella y le pegaba con el cinturón.

Allison le puso a su mariposa favorita el nombre de O’Phelia y, al llamarla o dirigirse a ella, remarcaba siempre con empaque la separación entre O y Phelia. Era muy divertido y muy correcto, ya que todo el mundo sabe que las mariposas, gordas o flacas, son primas de las hadas y que todas ellas son, ya sea por parte de padre o por parte de madre, irlandesas.

O’Phelia la seguía a todas partes. Era una chica leal y valiente. Una mañana, cuando Allison se cayó en un charco más hondo y oscuro que el océano Atlántico, O’Phelia la agarró de su hombro, al auxilio de su grito, y tiró con todas sus fuerzas para salvarle la vida. Le desgarró la manga de su vestido de algodón, pero si no hubiera sido por ella ahora estaría criando algas malvas en el fondo del mar, empapada hasta la rodilla, y menuda regañina le hubiera esperado. Como premio, Allison le trajo al día siguiente un trozo de pastel de manzana, pero parece que no le gustaba, porque le daban arcadas cuando chupeteaba la harina o lamía la compota. O'Phelia prefirió rechazar el convite y perderse entre los cañaverales persiguiendo a las libélulas.

Un día Allison la invitó a su casa, pero O’Phelia se puso muy mohína y decía a todo rato con los ojos que nanay de la China. Se ponía muy gruñona e insoportable cuando sentía que se la obligaba a algo y, si insistías demasiado en convencerla, lo menos la tenías una hora dándote en la coronilla con su panza para que la dejases en paz y te olvidases del tema. A Allison aquellos momentos le parecían muy entrañables porque era cuando O’Phelia parecía más humana. Era como cuando el capitán Goodman bebía para olvidar la muerte de su esposa y siempre que se le veía borracho sabías que era por eso. Suponía que lo mismo le pasaría al capitán cuando se viese a sí mismo en ese estado, se daría cuenta de que era un viudo solitario.

O’Phelia era un caso perdido, jamás salía del bosque de abedules, como mucho se dejaba caer por el bosque de fresnos a visitar a otras de las suyas y charlar sobre cómo de bonito había salido ese día el Sol o cómo de bonita había engordado la Luna. Sobre todo les encantaba hablar de las nubes y, cuando veían una nube bien rechoncha y esponjosa, se tiraban a una hacia ella para, de un suspiro, comérsela sin dejar ni una gota.

Allison creía que a O’Phelia le hubiera sentado muy bien tener un novio. Tía Josephine se había echado de novio al hijo mayor del capitán Goodman, Cecil Goodman, y los días que le traía la leche o la mantequilla se ponía de lo más contenta. Tanto que ese día el pastel de manzana le salía de lo más jugoso y llenaba los jarrones de toda la casa con flores frescas. Lástima que a O’Phelia no le gustasen los pasteles. Sospechaba que tampoco la leche.

La hija del capitán Goodman sí que apreciaba la repostería de tía Josephine. Un día le llevó una deliciosa tarta de arándanos con frambuesa, pero Ophelia no estaba en casa. Su padre le dijo a Allison que se había marchado, que se había ido a los cielos con su madre y le regaló su vieja muñeca. A Allison la noticia la cogió de improviso y le causó una profunda congoja porque, aunque no saliesen más allá del porche lo pasaban muy bien juntas. Así que cogió la muñeca y se fue al bosque de fresnos. Allí le rompió una pierna y la puso lo más arriba que pudo del más alto de los fresnos, para que Ophelia la viese desde arriba del cielo y se muriese de envidia por ver que su muñeca coja había sido más valiente que ella.

Esa tarde Allison no quiso jugar con O’Phelia, aguantó hasta el ocaso sentada en la copa de su abedul preferido, abrazada a sus rodillas y sin atreverse a mirar de frente a las nubes que se agitaban en lo alto del cielo ni a las calladas vacas de la finca Goodman. Mientras, la gordita mariposa se mantuvo a los pies del árbol como un perrito fiel, recogiendo afanosa todas sus lágrimas entre los pétalos de un ramillete de campanillas.

Allison Parker había escrito cuarentaitrés cuentos en sus trece años de vida, antes de morir por una neumonía. En esos cuentos recogía tanto las historias que había vivido con sus amigas mariposas como las historias que ellas le contaban que les habían ocurrido a sus abuelas largos siglos atrás y las que les habían pasado a ellas mismas por los campos de Connecticut. Todas esas aventuras acabaron publicadas, en 1871, en una antología: Allison in the Birchwoodland, que fue un éxito de ventas en las principales ciudades de Connecticut, Pennsylvania, Maryland y Virginia. Todos los niños y niñas de entre seis y quince años disfrutaron de las peripecias de la traviesa Allison y su pequeña y regordeta amiga O’Phelia en el País de los Abedules.

Allison ganó el concurso de la Golden Morning Star con un cuento de diez cuartillas por las dos caras que contaba la historia de una princesa que no podía salir de la torre del castillo donde la tenía encerrada el maligno duque Badman. Tras robarla de su cuna en el palacio de sus padres, los reyes de Cowtry, la sometía a una estricta prisión sin poder poner el pie en el ancho mundo hasta que alguien la rescatase. Allí estuvo presa a pan y agua hasta que un día la Gran Dama de las Mariposas asomó por una ventana con una espina en su tripa. Esta imploró su ayuda y la princesa Ophelia, con gran apuro, logró quitársela y coser su herida con una de sus pestañas y uno de sus largos cabellos rubios. En agradecimiento, la Gran Dama de las Mariposas le concedió cumplir un deseo y Ophelia le pidió convertirse en una de ellas para poder volar y abandonar aquella alta y oscura torre. Entonces la reina la convirtió en una mariposa algo gorda y torpona pero ligera como la brisa de primavera, y le puso en su nombre la espina que le quitó en recuerdo de su gran servicio por salvarle la vida. De este modo pasó a llamarse O’Phelia.

La historia seguía con una batalla por liberar al Reino de las Mariposas de la tiranía del maligno Badman y sus huestes de minotauros. Aunque valor y arrojo no les falta, todo anuncia un gran desastre, pues el ejército de las mariposas parece impotente ante los terribles cuernos de esos malvados seres. La única solución es visitar las tierras del este en busca de la Gran Maga y que ella les regale alguna de las manzanas de oro que otorgan a quien las posee la capacidad de hacerse invisible y les facilite la alianza de los conejos azules. Tras un viaje lleno de peripecias, O’Phelia conoce por fin a la Gran Maga. Hacen buenas migas en la cocina de su hogar en la Colina de la Magia y, tras adivinar un acertijo, consigue una manzana de oro que le otorga el poder añadido de hacerla invisible cada vez que la bese por el plazo de un día. La Gran Maga convence al capitán de los conejos azules para que ayuden a las mariposas en su guerra contra los minotauros. O’Phelia y los conejos azules marchan a socorrer a las mariposas y vencen a todos los minotauros. Solo queda acabar con su jefe Badman, pero Badman es, además de un poderoso hechicero, el poseedor de una poción que lo convierte en un enorme gigante de una milla de alto, capaz de destruir al ejército de las mariposas y los conejos azules de un solo pisotón. O’Phelia se adelanta a sus amigos, besa su manzana de oro y se introduce en el oscuro castillo de Badman, donde está atrincherado a la espera de la batalla final. Allí registra sótanos y desvanes buscando infructuosamente el lugar donde tiene escondida la poción. Luego, siguiendo sus ronquidos por pasillos y escaleras, encuentra a Badman dormido en una mecedora tras haberse bebido los cuatro quintos de un enorme barril de aguardiente, y ve que al cuello tiene colgada una calabaza que debe de ser el recipiente que contiene la poción. Con mucho cuidado consigue vaciarla sobre la ceniza de la chimenea y reemplazar su contenido por vulgar licor. Cuando a la mañana siguiente va a tener lugar la toma del castillo, Badman abre las puertas y asoma dispuesto a pisotearlos a todos. Toma la calabaza y delante de todos se bebe la poción. Con el gaznate caliente, carga contra ellos dando furiosos alaridos. Rodeado por las huestes enemigas y con los brazos alzados, espera y espera a verse convertido en un gigante, pero al comprobar que el momento no llega, le sobrecoge un terrible pavor que lo acaba paralizando, lo que aprovechan los miles de conejos azules para atacarlo y devorarlo hasta reducirlo a polvo. Vencido el malvado duque, la Gran Dama le ofrece de nuevo a O’Phelia concederle un deseo para agradecer sus servicios y, entonces, ella le pide a la Gran Dama que la devuelva a su estado de niña y poder volver con sus padres. Entonces la Gran Dama la reprende y le dice que esos son dos deseos y que solo le ha ofrecido uno. O’Phelia finalmente opta por volver con sus padres en estado de mariposa.

[...]

Allison se hacía mayor, pero su corazón latía como el de una inquieta niña incapaz de entender el complejo y enrevesado mundo de los adultos y sus absurdas normas, una pequeña salvaje que rechazaba convertirse en una mujer educada para una vida alejada de la Naturaleza. Dios se apiadó de ella y se la llevó consigo al paraíso celestial muy pronto. Hubiese sido una mujer muy infeliz entre los suyos, en un tiempo en el que los relojes ocupaban el espacio del cerebro, las monedas sustituían los besos y las bombas de vapor reemplazaban los corazones.



Este pequeño relato es uno de los que componen el libro Mujeres-globo: mito o realidad. La balloonmanía del siglo XIX en los Estados Unidos de América. Una muestra para amenizar el veraneo con americanos aires campestres.

También puedes leer: La ballooin de Irlanda.



Para adquirir el libro, podéis pinchar aquí:

Mujeres-globo: mito o realidad

La imagen es una atribución ficticia (atribución original: Girl with Top Hat, anónimo, c. 1880, Library of Congress), como también es ficción el hecho narrado.



martes, 2 de julio de 2024

CUBIERTAS RENUEVAS


Cubiertas para la serie en tapa dura de Harry Maesnow

 


CUBIERTAS RENUEVAS

DE LAS
AVENTURAS Y TRIBULACIONES
DE HARRY MAESNOW

de Fernando Figueroa



SINOPSIS DE LA SERIE: Bienvenidos a las aventuras y tribulaciones del agente de la Honorable Policía Metropolitana de Rabishpool Harold Maesnow. A finales del siglo XIX, en la Baja Inglaterra y en pleno declive de la era victoriana, Maesnow tratará de combatir el crimen y de sobrevivir a sus problemas familiares, la agitación política, la liberación sexual y la intensidad de su relación sentimental con la actriz Molly Grapes. Un hardboiled neovictoriano que será la delicia de los amantes del género, donde el misterio, la acción, la crítica social, el humor y el sexo se dan algo más que la mano.

 

No hace mucho anuncié el cambio de cubiertas para diferenciar las ediciones en tapa blanda de las de tapa dura de la serie de Harry Maesnow. Bueno, pues ahora las vuelvo a cambiar para distinguirlas aún más. ¿La razón? No cabe dura que para diferenciarlas aún más.

Ante esta redundancia, cabe aclarar que los motivos centrales de las cubiertas siguen siendo los mismos pero pasados por el duotono y así poder darles un toque más carca, incluso recordando aquellas colecciones vendidas en quiosco. Se deja la combinación de colores anterior, de reminiscencias más British, para la tapa blanda. Se sacrifica, por tanto, la uniformidad asignando un determinado color a cada entrega de la serie. Apreciemos la diferencia:




        

                 


No sé si será un acierto o un error, como cuando se cambian los muebles del comedor, pero le da otro aire y eso como que oxigena. Ya sé que puede ser temerario y quizás no compense, sobre todo si nos atenemos al sacrosanto poder asignado al aspecto de las cubiertas o de los escaparates comerciales para vender lo invendible y el desastre que puede suponer cambiar lo que está mono. Igual, si pensamos en esas cubiertas como si fueran las cáscaras y pieles de las frutas de nuestro comercio habitual, es muy seguro que se nos hagan los ojos zumo; hayamos encontrado una fórmula bastante similar a la que hace de las verdulerías de nuestro barrio un negocio boyante. El lector dirá si hoy le apetece llevarse una lombarda, un aguacate, un kiwi, una berenjena o un manojo de apio neovictoriano para disfrutar de los compuestos bodegones de nuestras estanterías domésticas.